Esta es la pregunta que formuló a su contraparte británica, en un discurso reciente, Michel Barnier,el jefe negociador de la Unión Europea para el Brexit, Y no es una cuestión baladí, aunque suene a pregunta trampa. La cuestión va de si los británicos están dispuestos a diseñar su futuro en base a los estándar de salubridad alimenticia norteamericanos (pollos lavados con cloro al final del proceso para eliminar la posible contaminación bacteriana) o europeos, esto es: pollos que no necesitan lavarse con cloro al final de la cadena por que se han establecido reglas de higiene muy estrictas en las fases previas de cría, engorde y sacrificio.

Lo del pollo va más allá de los pollos, valga la redundancia. La cuestión es si Gran Bretaña se va a reorientar hacia el modelo regulador americano o se va a mantener en los parámetros europeos, en los temas de seguridad alimentaria y en otros tantos asuntos de relevancia para un acuerdo comercial ambicioso. Las grandes compañías privadas sanitarias americanas, por ejemplo, revolotean como buitres esperando que el Reino Unido liberalice su Sistema Nacional de Salud, tradicionalmente uno de los más generosos con los desfavorecidos y con más amplias coberturas universales. Justo lo contrario del modelo americano, uno de los que mejor cobertura presta a los ricos, y que más privados de asistencia deja a decenas de millones de ciudadanos.

El Reino Unido, por otra parte, no es cualquier país. A nosotros, los españoles, nos interesa enormemente lo que vaya a suceder en el futuro con las relaciones comerciales en este gran país y la Unión Europea, y con el estatus que finalmente puedan mantener después del Brexit tantos conciudadanos españoles que en él residen ahora o puedan hacerlo en el futuro. Otro de los asuntos candentes que queda por negociar es saber si los ciudadanos británicos podrán votar en las elecciones municipales allí donde residan en territorio europeo. No hay que olvidar que en la Costa Blanca y en la Costa del Sol españolas viven casi 300.000 británicos, cuyos derechos políticos se verían sustancialmente afectados en el caso de no poder influir en los destinos de poblaciones en las que su comunidad, la de los residentes británicos, tiene un enorme peso específico. Ello tendría consecuencias muy negativas para el mercado inmobiliario de nuestras costas, en las que los británicos se establecían como si fuera su propio país. Hasta el Brexit.

Probablemente lo que estamos viendo en este momento sea, en gran parte, mero postureo negociador. Cualquiera que haya hecho un curso de negociación básico sabrá que el que primero esté dispuestos a levantarse de la mesa es quien tiene la mejor baza para acabar con éxito una negociación.

Lo cierto es que los británicos se están debatiendo entre sus dos almas: la europea y la anglosajona. La primera les conduce a un sistema basado en las garantías previas para los consumidores y en una fuerte presencia del Estado providencia, mientras que la segunda les envuelve en un esquema social y productivo en el que «todo está permitido y es saludable mientras no se demuestre lo contrario». En definitiva, la disyuntiva entre un sistema basado en las garantías o un sistema basado en asumir un riesgo y afrontar las posibles consecuencias.

Por eso insisten los británicos en intentar avanzar en la negociación. Quieren saber cuánto antes qué les puede esperar al final del camino. De eso dependería a su vez lo que podrían estar dispuestos a pagar. En eso la postura de la Unión Europea es inflexible. Quieren que los británicos paguen antes por sus obligaciones, y no que este sea un asunto más sujeto a negociación. Ellos han causado el roto, y lo primero que tienen que hacer es repararlo.

Tampoco va a resultar nada fácil resolver el estatus de Irlanda del Norte. Después de varias décadas de enfrentamientos salvajes, con más de 3.000 muertos entre ambos bandos, cuando parecía que el mercado único y la eliminación de fronteras, junto con un autogobierno bastante limitado y suspendido ya dos veces, estaban resolviendo los 'problemas', resulta que se vuelve a la casilla de salida. Nadie quiere volver a restablecer las fronteras felizmente abatidas, pero tampoco nadie sabe cómo hacer que Irlanda del Norte pueda pertener a un país ajeno a la Unión y permitir a su vez la libre circulación de mercancías, personas, capitales y servicios entre ambos territorios.

Han pasado ya quinientos días desde que el Reino Unido votara, en un día aciago para todos, por el abandono de la Unión Europea. Quinientos días que solo han servido para recorrer una parte minúscula del camino que debería llevar a un acuerdo de salida ordenada y posterior relación estable entre dos entidades políticas y comerciales tan significativas. Quinientos días y estamos casi igual que estábamos, pero con mucho menos tiempo por delante.