Desde aquellas alamedas hasta hoy habitaba el amor en sinestesia, todos los sentidos retornaban en alegorías de mujer, en un estado de visible cuerpo, de blanca hipérbole. Ensoñación presentida, fantasía y voladura de espíritu, sentidos como flechas e intensos, sentimientos aún no conocidos. Se trataba de una voladura invisible ofrecida en carne viva desde el fresco aliento de la mañana hasta las tardes de arreboles, una querencia en la noche oscura donde el amor se confirmaba en súbita alegría. Confiesa que nunca había visto la cara de dios, sino la suya en el espejo. Ahora cree que, entre un poema sublime y algo menos que un gesto, hay otro dios verdadero. Porque el gesto es discurso poético.

Eso le pasaba en aquel poema, como un gesto permanente, mientras otros gozaban de aquellas señoras blancas que sueñan amar a escondidas y esperan tendidas, ya desnudas, para gozar. Pero el amor, ya violada la soledad imaginaria, no es filosofía, sino hueco. Y los hay que regresan a lo que amaban sin conocer el nombre de aquella desnudez, aunque también saben que lo que no se da se pierde. También el amor. Mientras tanto, el poeta buscaba conquistar el mundo sin salir de casa. Y así lo dijo, mientras ella asomaba sus muslos para que los viera.

Fue Apollinaire quien enseñó el sexo escrito al poeta. Y sabía, también, que bajo aquella bata azul no había sino un cuerpo hermoso y un final completamente adolescente en la espera, hasta las tantas. Y le dijo: «No retengo una fotografía tuya, ni siquiera conozco tu sonrisa, aunque yo sé que me mirabas». Y es que no guardaba ninguna fotografía tan perfecta como era ella, una que no era para el recuerdo, sino para su misma y personal luz en el paisaje. Dijo entonces que tenían derecho a ser felices. Pero contaba su tristeza, su residual tristeza y su helada ternura. Afanaba las cosas, los poemas, a sus ojos y a su voz de otoño, y siempre el destino, el de la espera y la esperanza.

Entonces, hablaba como un muchacho, o tal vez era un muchacho, que había confundido a Dánae con aquel cuerpo sin nombre. Otro día dijo: «Si mis hijos no fueran tan pequeños yo me iría contigo a los suburbios y a la lluvia». Pero a quién se lo dijo, sino a la otredad del poeta, mucho más allá de una inocencia. Y repetía: «Si un día dispongo vivir en ti saco un pañuelo azul y le digo adiós al viento». Fue largo el camino recorrido, pero se encontró con eso que es el amor, por donde nunca estuvo. Después, salía a la calle y se avergonzaba cuando le decían: «He ahí un poeta». Todavía se avergüenza, honradamente.

Más tarde se fue a la trinchera a defender el verso mientras pasaba aquella sedición de lirios. Porque se trataba de otra larga historia que no era de la poesía, sino del grito. Pasaba todo esto. Hasta que un día se acordaba de un perro que tenía, de escribir cartas a los amigos, de tirar piedras como un niño, o que ella le llamara por su nombre€ Y escribir como hablaba, diciendo lo que había visto con los ojos de mirar. Sin mucho más. Y eso fue cuando madrugaba noviembre con sombrero de espía y pañuelo blanco. Tenía una corbata roja, pero nunca un traje de marca. Fue cuando diluviaba en España y se dedicaba a su patria que no era sino la libertad y su infancia entre penas y las tardes de júbilo, cuando ella le esperaba y se sentaba a su lado.

Después de la libertad, recordaba a sus padres, la calle, su casa, sus amigos, que ya eran la patria verdadera. Amarás a tu padre y a tu madre, le dijeron. Y cuando más se querían, tenían que despedirse, en poco tiempo. Quedó entonces desnudo y con un poema que era de San Juan de la Cruz.

Después, se deshizo entre aquellos exégetas del misterio en la noche. Desde aquel universo, paseaba por las calles porque en aquella sus padres no estaban. Pero tuvo la fortuna de jugar como un niño. Fue entonces, que descubría que su escritura iba contra él. Eran los ojos visibles de su sola cosecha. Plantas y animales que amaba Salomón, peces y aves, con quien tanto él hablaba. Y sabía que existe una memoria en estado perfecto que explica lo invisible, pero pasaba del triste destino de la memoria repentina, a ella. Siempre aquel amor que calmaba su sed. Porque era árbol, ave, agua, de un tiempo encanecido que siempre ha ido contra él. Entonces le dijo: «Ay, amor, cómo se cumplen los años en el remanso tuyo mientras crecen las acacias a la luz del día». Hablaba del amor y había mucha gente; pero para ellos, no. Desde entonces, guarda aquellos ojos en sus ojos.