Sus piernas, aún infantiles para sus doce años de edad, y entradas en carnes, oscilan caprichosamente sin una coreografía establecida. Pareciera que se esté columpiando, pero, en realidad, su cuerpo cuelga sin vida de la lámpara giratoria decorada con avionetas que él mismo diseñó y pintó. Alberto es sin duda un artista, un niño brillante. Bueno, lo era. La psicóloga del colegio vaticinó que ese niño llegaría muy lejos y que lograría cualquier cosa que se propusiera, que tenía una inteligencia superior a la media y que su única traba era su sensibilidad.

Emilia va a encontrar el cuerpo de su amado hijo en pocos minutos.

Emilia ama a su pequeño sobre todas las cosas. Aún recuerda cómo aquellas manos tan diminutas sostuvieron su mundo desde el primer día. Cómo él era el motor que la impulsaba, cómo aguantaba cada día cinco minutos más, sólo cinco cada vez, con la meta única de ver las señales en el marco de la puerta de la cocina cada día un poquito más altas. Por él aguantaba junto a quien no la amaba, junto a quien ya no podía amar más. Pues, como decía la psicóloga, «un padre es un padre y todos los niños necesitan uno».

Así que Emilia sentía que era su hijo quien cada día la salvaba y solía decirle que si pudiese elegir con el dedo entre todos los niños del mundo a uno para que fuera su hijo, sería él. Y esto era cierto. Tan cierto como que ya nunca habría una nueva señal en el marco de la puerta de la cocina.

La primera vez que reparé en Emilia salía llorando del gabinete de orientación. El niño esperaba en el banco que había junto a la puerta del mismo, se escondía detrás de un cómic, creo recordar. Emilia se restregó las lágrimas y sonrió a su hijo. «¡Vamos!», le dijo, «¿te han mandado muchos deberes?».

Al día siguiente, estaba tomando café antes de recoger a mi hija y vi a Emilia acomodarse en la mesa de enfrente. Estaba hablando por teléfono.

Le decía a su interlocutor que tanto la directora del colegio como el jefe de estudios y la orientadora le habían dicho en repetidas ocasiones que aquello eran cosas de niños, que los niños pueden ser muy crueles y que lo que tenía que hacer ella era lograr que su hijo fuese más duro e independiente, que no podían obligar al resto a que se relacionasen con él, que el recreo sólo dura media hora y no es ningún drama que lo pase solo, que se ponga a leer, ya que tanto le gusta, y que lo que tendría que hacer ella era intentar que se interese por deportes de chicos, que aprenda a defenderse, que el que tiene que cambiar es su hijo y y que la vida, señora, es así. Al otro lado del teléfono debía estar su marido y por las palabras de ella y por el ritmo al que crecían sus lágrimas y sollozos, deduzco que él también la culpaba.

Alberto no quería ir al colegio, cada noche se lo repetía a su madre. Pero sobre todo odiaba ir a natación, clase obligatoria una vez a la semana.

—Alberto, ¿por qué no quieres ir? Eres buen nadador.

—Mamá, me llaman gordo y maricón entre otras cosas. «¡Ahí viene la sirenita!», gritan. «¡Atención, un tsunami!». Y yo lucho por no llorar y confío en que mi estúpido llanto se confunda con el agua de la piscina, pero no funciona y acaban imitándome y llorando como bebés.

—¿Y qué hace el profesor?

—El profesor se mira el reloj, mamá.

—Alberto, ¿también te pegan?

—¿Sabes, mamá? Las palabras pueden doler mucho más que los golpes.

Y eso, Alberto, que ha probado ambos, lo sabe bien.

—Mamá, a veces imagino que soy como una cajita de madera y que si la agitas puedes escuchar las pequeñas piezas rotas en su interior y ¿sabes, mamá? no encuentro forma de arreglarlo.

—Alberto, no sé, yo creo que esa cajita es única y que es precisamente como es gracias a esas piezas sueltas y, en cualquier caso, siempre podemos abrirla y tratar de arreglarla, comprar piezas de repuesto. Hijo, siempre habrá personas que traten de hacerte sentir pequeño o inseguro. Siempre encontrarás quien disfrute con el dolor ajeno. Aléjate, huye de esa gente.

—¿Me lo dices en serio? ¿Qué haces tú con papá entonces?

Emilia, como tantas veces, no tiene respuesta.

—Mañana no quiero ir al cole, mamá. No quiero. No quiero.

—Vete a dormir, mañana será otro día.

En pocos minutos Emilia encontrará el cuerpo de su pequeño, como una hoja a punto de caer abatida por el viento y el tiempo, como una cajita con piezas, rotas por siempre, pendiente de un hilo.

Suena el despertador. A Emilia le cuesta abrir los ojos. Sin hacerlo dirige su mano a la mesilla con la intención de apagar la infernal maquinaria y nota la textura de papel que lo cubre.

Reconoce la letra temblorosa de Alberto.

«Mamá, si pudiese elegir con el dedo entre todas las mujeres del mundo a una para que fuera mi madre, serías tú. Te quiero. Alberto».