Amo Barcelona, como casi todos los que vivimos en esta ciudad tan acogedora. Pocas grandes urbes ofrecen tanto a nivel cultural, arquitectónico, de ocio€ pero, sobre todo, a nivel humano. Por eso desde las cinco y diez de la tarde del jueves no puedo dejar de sentir un intenso escalofrío mezclado con una profunda tristeza y una indignación aún mayor. Rabia, incertidumbre, dolor, es lo que en estos momentos se respira en la ciudad. La bulla habitual ha dejado paso a un murmullo que apenas se deja oír en una época del año en la que lo normal es vivir en un constante ir y venir de turistas y residentes.

Poco después de las cinco de la tarde sonaba mi teléfono móvil. Era mi novia, desde su trabajo. Una llamada para comentarme los arreglos en los que andamos liadas en casa, pensé. Lejos, muy lejos de mis peores proyecciones hubiera esperado recibir una noticia tan desgarradora. Desde las 85 víctimas mortales de Niza en 2016 todos mirábamos Barcelona con preocupación, una inquietud lamentablemente justificada. Desde casa, con mi hijo pequeño, la pesadilla fue tomando forma a través de mensajes y llamadas de familiares y amigos, sobrecogidos. Mensajes también para conocer el paradero de aquellos con los que comparto este maravilloso espacio. Cristina Llanos, periodista, peruana y maravillosa persona, me comenta vía mensaje que está en el metro, angustiada sin remedio, como el resto de los pasajeros. Emerge del subsuelo para terminar en la superficie el trayecto hasta su casa.

«Me da miedo bajarme en Sagrada Familia», siempre abarrotada de turistas. «Nos hemos metido todos en el bus como sea», me comenta cuando por fin se siente protegida. Nadie quiere verse atrapado en una ratonera bajo tierra. Justificado, por desgracia: Madrid, Londres, Bruselas€

No avisto ni un alma al asomarme al balcón. Sólo me distraen momentáneamente los juegos de Diego. Paso dos horas frente al televisor mientras reviso sin descanso mi teléfono, que no deja de trabajar. Vivo cerca de la Estación de Sants, que conecta con el resto de la ciudad y del país. No puedo evitar sentir un incómodo nerviosismo, seguro que todos los habitantes del barrio estamos temiendo lo peor. El paso de las horas con el apabullante transcurso del infierno que se está viviendo en las Ramblas y aledaños no mejora los ánimos. Hacia las ocho y media de la tarde salgo a comprar. Las calles están prácticamente desiertas. Un helicóptero sobrevuela hasta altas horas de la madrugada Sants, como seguro ocurrirá en el resto de barrios barceloneses. De nuevo el horror, ahora en Cambrils. Los ánimos se hunden aún más. No quiero caer en la trampa de estos psicópatas, en su objetivo de acabar con nuestro modo de vida que a nadie perjudica.

Pero, muy a mi pesar, ya calculo una autolimitación espacial por miedo a lo que pueda suceder en los próximos días. Ya son más de las 14.00 horas del viernes, y el helicóptero sigue sobrevolándonos. Amo Barcelona, pero sobre todo amo la libertad y lloro por quienes han perdido su vida mientras la disfrutaban, a manos de la locura. Estaremos asustados, pero jamás bajaremos la cabeza.