Solo hay un pueblo al que los árabes odian más que a los judíos y a los países que apoyan al Estado de Israel: los otros árabes. Si cabía alguna duda, ahí está el implacable cerco al que están sometiendo a uno de los suyos, el emirato de Qatar. Y es que los países árabes han llevado a un auténtico virtuosismo el ejercicio del odio entre ellos mismos. Los saudíes y egipcios acusan a los qataríes de financiar al terrorismo jihadista, un deporte que algunos potentados saudíes, como los Bin Laden, practican con inigualable entusiasmo y dedicación.

Si no queremos remontarnos a la era de Mahoma, al fin y al cabo un árabe perseguido por comerciantes árabes y cuya huida se celebra como una parte épica de la sagrada historia islámica (la Hégira), al menos deberíamos retrotraernos al momento clave de la historia contemporánea en la que los británicos utilizan los enfrentamientos entre tribus árabes para crear una amplia coalición que fue decisiva a la hora de derrotar y deshacer el imperio turco en la Primera Guerra Mundial.

Si la historia te suena, es porque la has visto en el cine, en una maravillosa película titulada Lawrence de Arabia y que, despojada de cierta fanfarria inherente a las superproducciones de Hollywood, cuenta de forma bastante literal los acontecimientos históricos.

De aquellas alianzas, y de la posterior división del imperio turco en monarquías que gobernaban países reinventados por franceses y británicos en el famoso acuerdo Sykes-Picot, derivan todos los problemas que aún hoy en día siguen plagando Oriente Medio, nunca del todo satisfecho con esas fronteras artificiales y las alianzas de poder que se fraguaron para mayor beneficio de ambas potencias occidentales. Para que veas lo certero de la expresión «aquellos polvos (del desierto) trajeron estos lodos». Y lo que te rondaré.