Lo siento, no lo puedo evitar, pero lo confieso. Ernesto Cardenal, teólogo, ideólogo, filósofo y poeta, sigue siendo mi ya vieja y desgastada brújula, como la de Jack Sparrow. Aun y a pesar de sus 95 años. Y no digo poeta y profeta, porque los no avisados pueden tomar el rábano por las hojas, pero la poesía y la profecía tienen más en común de lo que el común podemos imaginar siquiera. Pero, bien, dejémoslo ahí. El caso es que en una de sus últimas declaraciones a un corresponsal de El País desplazado expresamente a Managua para entrevistarlo, dice con esa clarividencia que aún mantiene: «Las religiones dividen a los pueblos, la ciencia los une».

La verdad es que esta decena de palabras, dichas por uno de los personajes con mayor carga espiritual del siglo XX, es de un tremendo significado. Y no lo digo por mí, que coincido plenamente en su apreciación sobre el binomio ciencia-religión punto por punto, si no por el impacto que en cualquier mentalidad librepensadora puede causar una afirmación como ésta en boca del padre de una de las más enérgicas teologías de nuestro tiempo: la de la liberación. Y viniendo de un gigante intelectual de su talla. Porque, si nos paramos a pensar con detenimiento, habremos de convenir en que religiones hay muchas, mientras ciencia solo hay una. Y mientras todas esas religiones luchan entre sí, las diferentes ramas de la ciencia se esfuerzan por coincidir y encontrarse. Cada religión proclama ser la verdadera y falsas las demás, pero cada rama científica tiende a relacionarse con el resto para unificarse. Las religiones disgregan, mientras la ciencia camina hacia la Teoría Unificada de Einstein.

¿Dónde está más Dios, en la unión, o en la división? Así pienso yo, y en eso creo. No obstante, sorprende también que un físico de la relevancia de Paul Davies haya dicho que (sic) «la ciencia es un camino hacia Dios, más seguro que la religión». Ahí queda eso. Demasiados poetas, durante demasiado tiempo, han ignorado la inspiración que ofrece la ciencia, según Cardenal, y por eso afirma tajantemente: «Para mí es casi una oración leer libros científicos. Veo en ellos lo que algunos han dicho que son huellas de la Creación que Dios ha dejado entre nosotros». Bellísimas palabras. Estoy seguro, muy, muy seguro, que se está refiriendo a los últimos descubrimientos de los ecos de la gran explosión inicial, la radiación de fondo, las microondas, en la que se basa la teoría del Bing-Bang, de Stephen Hawkings. Exactamente igual que cuando en la mística de su obra cumbre, Canto Cósmico, descubre uno de los principios elementales de la más reciente física quántica. Asombra la síntesis que Ernesto Cardenal consigue al convertir la aridez del lenguaje científico en la placidez del lenguaje poético. Pero es la fórmula que él utiliza para descubrirnos con belleza lo que solo intuimos con torpeza.

Este viejo sabio es un viejo amigo que me acompaña desde los prodigiosos sesenta, mi primera juventud, cuando apenas mis sentidos comenzaban a respirar fuera del cartesianismo funesto y agobiante del Catecismo Ripalda y la legión de censores inquisidores de escuela y parroquia. Un viejo y querido maestro al que fui a escuchar una sola y única vez que estuvo en Murcia, hace ya mucho, mucho tiempo? y al que he seguido desde una cercanía lejana, que es la lejanía cercana de la distancia. De vez en cuando, como ahora, llega un eco. Ya son contados en el límite de un centenario. Y sé que son como toques de campana que suenan a despedida. Pero me alegra oírlos. Muchísimo. Y me siento movido a compartirlos con vosotros, seáis quiénes seáis o cómo seáis. Penséis lo qué penséis o cómo penséis. Cardenal es universal.

«Cuanto más me acerco a la muerte, siento que más me acerco a la vida», dice al entrevistador. Y le habla así, como de la cosa más natural del mundo, en que ya está próximo a resucitar de sí mismo? Que está cerca de su personal liberación. Que morir aquí es resucitar allí. Y me acuerdo de mis amigos ya resucitados de sí mismos (que no muertos) que creyeron conmigo en lo que yo creo, y me precedieron? como Antonio, el cura, y otros, y de los que, casi, casi, me dan envidia. Hay que joerse.

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