Una vez más, el calendario me recuerda que hoy es un día especial. Una fecha que desde que tengo uso de razón he asociado a la onomástica que comparto con mi padre (felicidades, papá). Ése era, hasta el momento, el único matiz que me había hecho contemplar cada 13 de junio con un plus de ilusión. Y recalco lo de «hasta el momento» porque este 2017, además de celebrar mi santo (y el de mi padre), se cumple un año de una mudanza que permanecerá siempre en mi memoria. Un traslado que, quizás sin saberlo, comenzó a tomar forma aquel 30 de noviembre de 2013. Desde ese primer día, el futuro (que hoy es presente) estaba claro. Yo diría que, incluso, escrito. Solo hacía falta algo de tiempo y que las circunstancias fueran las más apropiadas. Y así sucedió.

Los días y las semanas transcurrieron entre la ilusión (la misma que hoy late con toda la fuerza del mundo) y el convencimiento de que era el momento. Nuestro momento. Los tres teníamos la certeza de que todo iba a salir bien y por eso no lo dudamos. Pusimos una fecha y el 13 de junio de 2016 escribimos los primeros capítulos de una historia maravillosa. Una historia que, tal y como planeamos cuando vivir bajo el mismo techo no era más que un sueño, se ajusta a todo lo que proyectamos mientras dábamos los últimos retoques a nuestro hogar. Allí compartimos cada día millones de anécdotas que nos dibujan las sonrisas más grandes que se pueden esbozar. Allí, cada instante es una fiesta que merece la pena celebrar en familia. Como este 13 de junio.