Por la ventana de la habitación se veía un patio gris con ropa tendida. Apenas entraba luz por las mañanas. La casa tenía los techos muy altos y el suelo de madera crujía bajo los pies. Enormes cuadros colgaban por todas partes, en las paredes, entre el marco de las puertas y el techo o frente al espejo del cuarto de baño. Encima de losas de mármol sobre los radiadores, había bustos de arcilla, y en las estanterías, entre libros y colecciones de revistas americanas, máscaras antiguas de madera miraban con los ojos vacíos y la boca abierta. El salón era tan grande que las lámparas de las mesillas colocadas a cada lado del sofá tenían el tamaño de una vaca. Cuando mi hija se acostaba cada noche allí para leer Alicia en El País de las Maravillas parecía que ella misma se hubiera bebido el frasco entero hasta «plegarse como un catalejo».

Todo en el piso hacía honor a su nombre: casa Bohemia. Habíamos ido en busca de aventuras y no hubo noche sin pesadillas. Era apagar las luces y comenzar los ruidos extraños: arañazos en la madera, como si alguien frotara débilmente papel de lija, un rumor que parecía subir desde el patio, pero que se apagaba en cuanto me levantaba y me asomaba, cosas así, ese tipo de sonidos que se deforman en la oscuridad hasta adquirir un tono extraño que nos hace creer que provienen de otra dimensión. Pero no daban miedo. Como en mi habitación había un cuadro que representaba una banda de música en un jardín, pensaba que bien podían ser los músicos afinando sus instrumentos en medio del murmullo de la gente antes del concierto. Y de esta forma me quedaba dormido.

Tampoco me sentía amenazado por las pesadillas. Eran absurdas y caóticas, pero no me producían angustia. Estábamos en un lugar extraño, lejos de nuestra rutina, y habíamos ido en busca de algo, aunque no sabíamos exactamente qué, como cualquiera que inicia un viaje. Nos pasábamos el día con los ojos bien abiertos, atentos al más mínimo detalle que nos mostrara un indicio de lo que buscábamos. Y si esto era así durante el día, ¿por qué iba a ser diferente durante el sueño? Aunque de forma indescifrable, quizá el sueño fuera nuestra particular llave dorada que, tras indicarnos el camino de lo que buscábamos al despertar, abriría el jardín al final del túnel. Un sueño a la luz del día.