Hace unos meses falleció, a los 50 y pocos años, el padre de uno de mis mejores amigos. De manera repentina, inesperada, dejando mujer e hijos en una situación de profundo dolor e incomprensión que, por mucho que quiera (y les puedo asegurar que quiero), me resulta imposible de entender.

Recuerdo el discurso que su hijo, mi amigo, hizo en su funeral. Lo recibí en el correo electrónico días antes y lo abrí esperando un ejercicio de perfecta construcción dialéctica sobre la injusticia de la muerte y el dolor de la pérdida. Yo conocía a su padre de aquellas veces que nos hacía de taxista, y de esas otras que estaba en casa esperando a recibir el nuevo éxito de un primogénito que dudo que sea posible mejorar ni por encargo. El clásico padre de familia de mediana edad que hasta mayo de 2016 tuvo la mayor de las suertes en la vida.

Esperaba, por tanto, algo acorde al cariño que desprendía su figura hacia todos los que compartimos algún momento de nuestras vidas con él.

Abrí el discurso del momento más triste de la vida de una familia esperando encontrar rabia contenida y mucho dolor. Y lo había, claro, pero de una forma que jamás habría podido imaginar. Que decía tantísimo del orador y del protagonista. Que era tan profunda que era imposible no sentir cada sensación que transmitía. Descubrí ese día, gracias a un hijo roto de dolor, que si era posible intercalar un 90% de sonrisas con un 10% de lágrimas en el momento más triste de la vida de una persona era que, en efecto, aquél al que recordaba tenía la inmensa suerte de haber hecho que su presencia en el mundo fuera tan valiosa que ni siquiera su ausencia era capaz de oscurecer los sentimientos que había sido capaz de generar.

El domingo recibí con el mismo estupor que todos los españoles la noticia del fallecimiento de Carme Chacón. Siempre me había caído en gracia (recuerdo que 'iba con ella' en las elecciones primarias contra Rubalcaba, aunque no podría asegurar si era más por animadversión hacia su contrario o porque me agradaba ver a una mujer joven y preparada al frente de un partido que, si bien nunca iba a votar, sin duda suponía un referente para los demás). Yo tenía 15 años cuando ella pasaba revista a las tropas estando embarazada de ocho meses, así que apenas era consciente de hasta qué punto estaba rompiendo el famoso techo de cristal cuando la veía ejercer de jefa en un espacio reservado sólo para jefes.

Tengo recuerdos mucho más nítidos de su famoso discurso del Congreso de Sevilla, cuando elevaba el tono hasta el punto de que la broma en Twitter en aquél momento era «Chacón va vestida de rojo chillón». Después, un paso atrás en las elecciones que demostraba una lealtad hacia su partido que ya quisiera la mayoría de los que juran amor eterno a unas siglas (será, supongo, porque su compromiso era con las ideas y no con los cargos). Luego dejó el escaño y se fue a Miami a dar clase, y fue la primera vez que tuve conciencia de que hay (buena) vida después de cumplir los sueños, que no hace falta estirarlos cuando ya no tienen el sentido que tuvieron cuando luchábamos por alcanzarlos. Después, la vuelta con Pedro Sánchez, los viajes a Estados Unidos con el matrimonio aspirante, su contribución a hacerle caer y, por último, su apoyo nítido a Susana Díaz.

Carme Chacón lleva muchos años formando parte de nuestras vidas, y, aunque no la identificáramos como tal, siendo un referente para todos. Para los que están en la vida orgánica de partido, sobre cómo las aspiraciones sólo tienen sentido si van acompañadas de un proyecto que sea más grande que las personas que lo componen. Para los miembros del legislativo, sobre cómo los principios deben ser los que son y, si no le gustan a la federación a la que perteneces (como le ocurrió a ella con el PSC en la etapa de Pere Macías), asumiendo que no tienes otros. Para los del ejecutivo, que servir a España, entendiéndola a su modo de verla o al nuestro, está por encima de cualquier otra consideración. Para los jóvenes, que la preparación profesional ajena a la política es el salvoconducto cuando hay un conflicto entre tus principios y tu futuro. Para las mujeres, que querer siempre fue poder.

Carme Chacón sólo pudo vivir los primeros 46 años de todos los que debió haber vivido, pero produjo un impacto tal en la sociedad que no podemos imaginarnos la vida pública del siglo XXI sin ella. Además de haber conseguido convertirse en un referente transversal para todo el espectro político (¡como si fuera poco en los tiempos que corren!) el recuerdo de su figura hace que todos los españoles, con independencia de nuestro voto o credo, nos sintamos orgullosos de decir que en nuestro país vivió y murió Carme Chacón Piqueras.

Hace meses murió el padre de uno de mis mejores amigos, y no hay día desde entonces en el que los que estamos a su alrededor no pensemos en la suerte que tuvimos al menos de haber podido conocerle. Siempre pensamos y comentamos que ojalá más personas hubieran tenido la oportunidad de sentir un amor tan profundo como el que su familia desprendía por él tanto en vida como después de perderla. El domingo, por primera vez en tantos meses, al menos encontré una parte de consuelo en esa situación. Carme Chacón es a España lo que el padre de mi amigo Antonio es para nosotros. Aunque ya no estén con nosotros, nunca habíamos tenido la suerte de sentirles tan cerca. Gracias, a los dos, por existir a la misma vez que los que estamos aquí. Por haber incidido tanto, tal vez sin saberlo, en las vidas de los demás. Ni siquiera vuestra ausencia es capaz de hacer que estemos más tristes por vuestra pérdida que por haberos encontrado en nuestro camino.