Una mañana de un mes de septiembre se abre la puerta del aula donde espera una caterva de adolescentes. Entra un magister. Puede ser un hombre ya talludito, una mujer de ancha sonrisa, o alguien de severa mirada y habla huraña. Tú, lector, sabrás ponerle nombre, reconocer el sexo y atribuirle la edad que recuerdas. Es posible que no fuera ese día de la presentación, pues respondía a un viejo adagio: prima non data et ultima dispensata. Tal vez fuera una plúmbea tarde de otoño, una mañana de luminosa primavera o un día invernal indefinido. Era el profesor de Lengua y Literatura que caminaba entre las mesas con el paso cadencioso que marca el verso, la profesora de Francés que desvelaba el secreto encerrado tras la gramática, o quizás la de Ciencias que mostraba el parecido entre lo infinito del universo y lo infinitesimal del átomo, el de Matemáticas en una compleja demostración por reducción al absurdo o quizás aquella despistada profesora de música que daba palmadas al aire de la clase como si fuera el mismísimo Bach en la catedral de los Santos Pedro y Pablo en Brandeburgo. Incluso aprecié a un profesor de Derecho que salía de clase habiendo dejado el aura de su saber enciclopédico. Ese día te diste cuenta de que el mundo responde a unas claves cuidadosamente organizadas, entendiste los misterios de la lengua como si fuese un reloj suizo que te permitía viajar en el tiempo; tal vez encontraras la solución a un problema matemático que desenmarañó un ovillo terrible con la simpleza de quien sigue el hilo de Ariadna. Ese día, la puerta quedó abierta tras de sí al marchar quien más sabía, y te quedaste contemplando un mundo que hasta entonces te era completamente desconocido. Y el verano siguiente, mientras la brisa traía el sabor salino del mar, recordaste cada palabra que había quedado grabada en tu memoria de neófito, la cadencia de aquel poema o la mirada que despejaba las legañas del alumno.

El secreto del magisterio no está en las reducidas horas de clase, ni en los cientos de hojas de informes pedagógicos que el docente ha de rellenar cual escribano cuidadoso, para que un huraño inspector compruebe si ha consignado una competencia inadecuada. No se infunde de nueve de la mañana a dos de la tarde, con descanso del recreo. Es algo mucho más simple y más complejo. Es un estado de ánimo del maestro y la mente abierta en canal del estudiante. ¡Niños, atended! decía alguien que recuerdo a chavales ligeros de lengua y lentos de entendederas. Otro que cogía el micrófono tembloroso desde una tarima, hablaba de usted a jóvenes que apenas habíamos sido destetados.

El homenaje al maestro, al profesor que amuebló la cabeza del alumno, no es siempre explícito y parece que queda una deuda moral con él. Como tantas veces sucede también con los padres. Nos endosaron un pagaré sin vencimiento. Será el tiempo quien se encargue de reclamarlo, cuando los propios hijos, los alumnos o los aprendices, nos reclamen el tributo genético de nuestro aprendizaje. Como una cadena de favores, el hijo adulto, el antiguo alumno, transmitirán su enseñanza sin reclamar nada a cambio, porque hay una suerte de ley natural que ha de ser respetada.

Mas todas las leyes son también invariablemente incumplidas. El mal profesor, que abunda como la mala hierba, no deja ventanas abiertas al conocimiento. De un portazo nos aleja de ciencias que tal vez no volvamos a tener oportunidad de conocer, de mundos que quedarán en la penumbra por muchos años. Tuve alguno así y reconozco que tardé decenios en descubrir mi carencia, en asomarme de nuevo al mundo que había quedado tras la puerta. Mi mirada adulta no dejó de asombrarse ante esa maravilla que había estado tan cerca y tan lejos. Una cojera me hace renquear cuando me adentro por caminos por los que no anduve en compañía del maestro. La desidia, la despreocupación, el desprecio del alumno, el desencanto tal vez del magisterio, no tuvo en cuenta que quizá hubo mas de un estudiante esperando un poco de luz. Son grandes y poderosos los enemigos de la enseñanza. Empezando por los engreídos rectores de la res publica que organizan itinerarios que ellos mismos desconocen, compartimentan estudios en función de utilidades que deberían ser ajenas a la enseñanza. Tradicionalmente el santuario desde donde se insuflaban las soflamas propagandísticas se llamó de Educación y Ciencia, incluso en una España en la que no había de ésta más que la ciencia ficción. Como tantos ministerios intitulados con una mentira o una ausencia, la última de las leyes proyectadas en él habla de la utilidad de la enseñanza para el progreso económico. ¡Por Zeus tonante! ¡La enseñanza debe moldear mentes abiertas, espíritus críticos! ¡La universidad no debe ser una fábrica de productivos androides, sino de inteligencias! La economía progresará siempre que el objetivo esté en el conocimiento, no en la utilidad. Porque el buen alumno sabe que nunca se termina de aprender.

También el tiempo me puso a mí frente a un aula repleta de alumnos. Es bueno volver a la universidad unos lustros después y comprobar cómo ha cambiado todo. Lo malo es constatar que no ha sido para mejor. Los nuevos vientos traen nuevas herramientas que pueden tener un uso pedagógico, pero el alumno no siempre sabe caminar solo por el proceloso mundo de la aldea global, porque desconoce la diferencia entre la ciencia y el comentario interesante, entre la magia y el truco, entre el pensamiento y la palabrería, entre la opinión fundada y el parecer ignorante. Cuando los planes Bolonia y otros programas ideados por ¿pedagogos? de mentes estrechas imposibilitan el aprendizaje y el conocimiento, sólo queda una misión: que el alumno tenga unas cuantas claves para poder abrir las puertas que por el momento le están vedadas. Serán las llaves del conocimiento.

Cuando Salvador Allende decidió enfrentarse sólo a los golpistas, arengó a la nación de transistores expectantes: sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde, se abrirán de nuevo las alamedas por las que pase el hombre libre para construir una sociedad mejor. Será entonces cuando veamos de nuevo caminar a los peripatéticos por los jardines junto al templo de Apolo Licio.