Amparo Consuelo y Klever Armando tienen nombre de culebrón venezolano. Pero no son ni culebrón ni venezolanos. Son una pareja de ecuatorianos que vinieron a Madrid a trabajar. Y trabajaron como empleados de hogar en domicilios bien, de los que tienen sirvientes filipinos o colombianos o ecuatorianos o polacos. Gente fina y de posibles, con sueldos crecidos y gustos más o menos refinados.

Amparo Consuelo, treinta y dos años, y Klever Armando, treinta y uno, empezaron a sentirse deslumbrados por las cosas maravillosas que veían en las casas donde ejercían su no aprendido oficio de empleados de hogar. Una especie de país de las maravillas innecesarias pero atractivas, golosas, irresistibles. Sobre todo si se comparaba con su lejano país de subsistencia. Deslumbramiento. Y sueños posibles. Eso pasó o pudo pasar a Amparo Consuelo y Klever Antonio.

La policía detuvo en el aeropuerto de Barajas a Amparo Consuelo y Klever Armando «con diez maletas repletas de joyas, aparatos electrónicos y ropa que habían robado en las casas en las que habían trabajado como empleados de hogar. El valor de los objetos sustraídos ascendía a más de un millón de euros y llevaban cincuenta mil dólares en efectivo».

Además, les había denunciado el último amo para quien habían trabajado porque este notó que le faltaban objetos por valor de muchos miles de pesetas. Ahí estuvo el error de la pareja. Se les fue la mano, no calcularon que el último amo quizá no tenía cosas como los otros o era más perspicaz o más necesitado de lo que poseía. Porque el resto no se había dado cuenta.

Entre la documentación incautada a la pareja había referencias a otras casas de Madrid donde habían trabajado, donde también habían robado, pero cuyos dueños ni siquiera se habían dado cuenta de que les faltara nada.

Quién sabe si todo fue así o Amparo Consuelo y Klever Armando ya vinieron a Madrid para robar. Y de deslumbramiento nada. Pero es totalmente verosímil que llegaran con buenas intenciones y aquí les atacaran los malos pensamientos. Tanto derroche, tanta cosa inútil pero valiosa y tanta hambre en el mundo. Porque España es para ellos como su segunda casa.

Amparo Consuelo Klever Armando habrían vuelto a su patria y allí, entre familiares y conocidos, quizá habrían podido presumir de tanta joya como si la hubieran ganado.

En España hay unos cinco millones de pobres. Privilegiados si se comparan con los pobres de verdad, los de ese tercer mundo que ya es cuarto o quinto. Más de media humanidad está en la miseria, mal subsistiendo en la total intemperie. Solo con los desperdicios que genera nuestra sociedad española podría comer algún país. Cuánta cosa y cosita, cuánto objeto y cuánta joya inútil almacenamos para nada. Ni siquiera nos damos cuenta de que la teníamos cuando nos la roban o la perdemos o desaparece por ese arte de magia que tantas veces nos ataca.

Meditando estas cosas entiendo que, como cristiano, tengo que trabajar para que este mundo en que vivo deje de ser una selva inmisericorde, plagada de injustas desigualdades. Por ejemplo, la potentísima herramienta que hace posible el movimiento de cualquier información entre cualesquiera dos lugares de la tierra consolida una nueva cultura que tal vez dio sus primeros pasos con la radio y, sobre todo, la televisión y los ordenadores personales. Es la difusión universal y ágil de la información.

No será exagerado comparar este paso con lo que significó la invención de la imprenta, que permitió la divulgación de la lectura, la circulación fácil y fiable del pensamiento y su puesta a disposición de todos los que supieran leer.

Pero siempre que hay nuevas oportunidades surge la posibilidad de nuevas y más profundas desigualdades. El mundo quedará dividido dentro de unas pocas generaciones en dos castas marcadas por su acceso o no a las redes de información; lo mismo que ahora hay un abismo entre los alfabetos y los analfabetos.

Cuando aún la humanidad no ha rellenado ese abismo, hablar de una nueva fractura puede parecer prematuro, pero tomar nota desde el primer momento de que las desigualdades provocan injusticias es el primer paso para suavizarlas.