Mi última columna del año se la quiero dedicar a la reina Letizia. Durante todos los meses que he ´picado´ este pequeño espacio siempre he querido escribir sobre ella, pero lo cierto y verdad es que nunca me he atrevido. Al principio porque no quería generarme enemigos demasiado pronto y con el tiempo lo he ido dejando correr porque había otros temas que me interesaban más y no había nada especialmente relevante que destacar sobre ella en esta columna que no fueran los detalles tan peculiares que la caracterizan a los que después de doce años como princesa y reina consorte de España ya nos tiene más que acostumbrados.

Su repentina llegada a la familia real me sorprendió, pero ella, una joven periodista rebosante de naturalidad, inocencia y espontaneidad me gustó mucho. Recuerdo que no me pareció mal que interrumpiera al entonces príncipe Felipe el día de su presentación; al contrario, me resultó un gesto encantador y franco que confería llaneza y confianza a un acto encorsetado y demasiado serio que la aproximaban de alguna manera al carácter campechano y afable de su futuro suegro.

Aquellos primeros días del año 2004 pensé, erróneamente, que gracias a su trayectoria personal y profesional, nos encontrábamos ante una figura que podía hacer mucho por la gente de a pie como ella y ejercer, dada su profesión, una muy buena influencia por el mundo del periodismo y de la comunicación.

Años después, desde mi humilde opinión, no me cabe duda de que la juzgué precipitadamente y muy mal. Puede que a algunos les pueda resultar injusto e incluso un juicio a la ligera, pero tras más de una década en la familia real, lo único que puedo destacar del papel de Letizia como reina es una larga lista de detalles frívolos y superficiales que quedan a años luz de aquella joven periodista que trabajó en varios periódicos y cadenas de televisión, llegando a ser presentadora del Telediario de Televisión Española.

La tendencia es, por supuesto, echar la culpa a los resúmenes apresurados, poco rigurosos y simples referencias que algunos medios de comunicación y periodistas han elaborado sobre su personalidad y carácter a lo largo de los años, pero la realidad es que las excentricidades de su majestad no lo ponen nada fácil a la hora de valorar y juzgar sus funciones y obligaciones como reina consorte de España.

Me gustaría que por una vez, solo una, aquellos que la defienden a capa y espada por las razones equivocadas, aquellos con el corazón en la izquierda y la cartera en la derecha, pudieran ser objetivos y reconocer que está a años luz de ser la profesional que ha sido y es doña Sofía, una reina que pasará a la historia no por su estilo estético o su régimen alimentario, si no por ejercer sus funciones con tal rigurosidad y acierto que ha antepuesto siempre el equilibro institucional compaginado con la humanidad a las necesidades de su familia y a las suyas propias.

Hasta que la pequeña Leonor llegue al trono todavía falta mucho, pero por el momento, lamentablemente, el balance que se puede hacer de la actual reina de España es el de una monarca sin mano izquierda, controladora y obsesiva de la estética cuya única preocupación, aparentemente, es encontrar un estilismo, una manera de vestir que la defina e intentar impresionar no por una conducta intachable, patriotismo, profesionalidad y discreción, si no con peinados y vestidos que están muy bien para famosas y actrices de Hollywood, pero no para la persona casada con el rey, cuya principal acción sería la de desempeñar actividades de gran utilidad para la Constitución y la Corona españolas.