El hecho natural y obligado de la muerte tiene pocas virtudes, un par de ellas. Por un lado el descanso eterno en el que el elegido puede considerarse después de la batalla de la vida, de todos los mortales; y de otro, el que quiero comentar y que explica esta columna, la igualdad ante el siniestro acontecimiento de todos, absolutamente todos, los humanos. Y esa igualdad nos hace sentir colectivamente (por lo menos a los educados en la buena fe y la conciencia) un respeto enorme ante el cuerpo sin vida de una persona, ante el conocimiento general de la desgracia.

Me enseñaron de pequeño a guardar un silencio respetuoso ante la comitiva fúnebre de un entierro; de cualquier entierro, por ajeno que nos resultara. He visto, todos lo hemos visto, a personas santiguarse ante el paso de un féretro, en la creencia religiosa de que cualquier cadaver, por serlo, ya pertenecía al mundo de los santos. Poco ha importado el conocimiento de las virtudes o defectos del difunto; la muerte acaba con las responsabilidades terrenas. El certificado de defunción archiva los expedientes más engordados.

Con frecuencia nos hemos levantado en el asiento de un estadio deportivo y callado unos segundos, cuando la megafonía anuncia que se va a guardar un minuto de silencio por alguien fallecido. Nadie se cuestiona quién, cómo ni por qué. Un silencio en las buenas gentes se regala por respeto y consideración, por una educación que hemos recibido y que queremos transmitirle a nuestros hijos. La hora final, llega; y con ella el borrón y cuenta nueva. La vida, y esto también es cierto, se entrega a cambio de unos ideales, históricamente. Es difícil juzgar todas las muertes, todas las actitudes; es preferible admitir el respeto como máxima de comportamiento civilizado. La frase superoída de las gentes creyentes, «el Señor lo haya perdonado», es clarificadora y reparte papeles a quienes les corresponde.

El ser humano suele ser bajo, mezquino, desalentador, injusto, desalmado; por suerte puede que nos quede un hálito de comprensión generalizada; ese respeto debido hacia la persona que ya no conserva la vida; cuando ya, ni eso queda, cuando se comprueba que hasta esa menudencia se ha perdido, es cuando la condición del hombre se hace despreciable. Y estos días ha ocurrido y lo hemos constatado. Se ha perdido el comportamiento decente, la mínima generosidad debida. Y las conciencias agrias y agriadas han quedado al descubierto.