Un grupo de hombres distinguidos por sus trayectorias públicas, y sin duda animados por la mejor voluntad, han publicado un manifiesto dirigido a los diputados y senadores electos el pasado 26 de junio. Su aspiración, según dicen, es poner fin al paréntesis de interinidad en que se ha mantenido España desde que se convocaron las elecciones del 20D. Su razón fundamental es que no es razonable convocar de nuevo elecciones y que un Gobierno en funciones sólo puede dar soluciones frágiles a las necesidades sociales y a los «apremiantes emplazamientos». En su opinión, si no se ha formado ya Gobierno se debe a que los actores anteponen «ventajas estratégicas o intereses partidistas». Frente a esta situación, el manifiesto exige que se tenga en cuenta «la estabilidad económica» y propone que se adopten «medidas sociales correctoras de las crecientes desigualdades». Para llegar aquí, invocan la dimensión sacrificial de la política. En realidad, su percepción es que los actores políticos están «obsesionados por identificar culpables sobre los que centrifugar responsabilidades indeclinables».

Hasta aquí el manifiesto. Respecto de sus firmantes, los respeto y en muchos casos los admiro. Sin embargo, debo confesar que es un manifiesto erróneo. Es una enmienda a la totalidad de la clase política, y eso lo sitúa en una ambigua posición respecto del lugar desde donde hablan sus firmantes. El tono de superioridad moral y trascendencia que destilan las palabras del documento hace que no se identifique desde qué posición hablan y parecen suponer que los políticos españoles son unos descerebrados. En todo caso, el manifiesto no incluye una mirada analítica de la situación política. En suma, los firmantes han elevado su buena conciencia a criterio político. Pero esto es algo parecido al deseo implícito de que vuelvan los tiempos felices. En este sentido, parece que hay algo de melancolía en su trastienda. No se dan cuenta de que no es falta de sacrificio, ni de culpabilidad, ni de primacía de la estrategia: estamos en una situación política excepcional que requiere otro tipo de intervenciones analíticas.

De entrada, el manifiesto debería ser más valiente. La política no se puede juzgar desde la ley evangélica del sacrificio, de poner la otra mejilla y cosas por el estilo. Debe brotar de un análisis de la situación concreta y ponerle nombres y apellidos. Un gobierno. Bien. ¿Pero cualquier Gobierno? Sólo esa pregunta ya obligaría a que el manifiesto aclarase la más profunda de sus ambigüedades. Por el contexto parece que el manifiesto venga a decir: que se cumplan los sacrificios personales; que Rajoy y Sánchez se vayan a casa. ¿O no dice esto? Porque si no lo dice, entonces los firmantes tendrían que haber argumentado cómo un Gobierno presidido por Rajoy estaría en condiciones de seguir las orientaciones del manifiesto. Por ejemplo, disminuir las desigualdades o avanzar la reforma constitucional o solucionar el problema territorial. Cualquier apreciación de lo que significa política para Rajoy, desde hace treinta años, sugiere la afirmación de que él no puede ser nuestro hombre.

El manifiesto aleja del centro del debate la cuestión central: Rajoy es el responsable político de haber permitido la mayor corrupción de la historia reciente de España, y todos hemos visto cómo ha tratado a conocidos puntales de esa corrupción, cómo los ha protegido, animado, tolerado. Sólo ha dejado caer a alguien cuando el escándalo ciudadano fue rubricado por las decisiones judiciales. El clamor ciudadano nunca fue escuchado. Lo diré de manera sencilla: la política de Rajoy concierne al sentido de la dignidad de la mayoría de los españoles. El manifiesto, que hace un llamamiento al sentido de la responsabilidad, debería entender que esta virtud no puede llevarse más allá del respeto a la dignidad propia. Por eso, si quiere decir algo carente de ambigüedad, dicho manifiesto debería haber dejado claro que no apuesta en ningún caso por un gobierno presidido por Rajoy. De haberlo hecho, tendría que haber reconocido que quienes niegan el voto activo o pasivo al candidato del PP, bien pueden ejercer la suprema de las responsabilidades, no manchar de forma irreparable su sentido de la dignidad política.

Ya sé qué argumento vendrá a continuación. Rajoy ha sido votado por la mayoría relativa de los españoles. En efecto, lo ha sido. Este hecho nos dice que España tiene un gravísimo problema. Su ciudadanía está profundamente dividida respecto a algo tan importante como el criterio de la dignidad política. Ignorar esta división es un acto de ceguera. Esta división impide que este país prospere y que su democracia se consolide, porque un actor, uno, con nombres y apellidos, está llevando al Estado a una crisis sin precedentes, pues se niega a aceptar los criterios propios del entorno europeo acerca de lo que es la responsabilidad política. Sin este juicio político como previo, no se puede hacer un manifiesto. No hay superioridad moral respecto a este hecho. Hay juicio político. Claro que Rajoy, para lanzar ese órdago, se escuda en el hecho de que una gran parte del electorado tiene una idea minimalista de la dignidad política. Pero eso no puede inducir a los demás a que nos desprendamos de la nuestra. Claro que Rajoy puede jugar con que, en unas terceras elecciones, ese criterio dejará de ser determinante para otro buen puñado de españoles. Que lo haga. Y es posible que los españoles, dejándose llevar por su misma idea política, le den la mayoría absoluta. Solo entonces formará Gobierno. Todo será correcto. Se derivará de ahí que España no avanzará políticamente ni mejorará su calidad democrática. En ese caso, Rajoy será sostenido por los que comparten con él su criterio de dignidad. Por mi parte, no veo un motivo para que los demás entreguen la suya.

En realidad, si la dignidad política hubiese sido el criterio incondicional y prioritario, a estas horas tendríamos Gobierno de Sánchez, con acuerdos de C´s, Podemos y PSOE. La clave de toda esta situación es que, bajo la dirección de Rajoy, tenemos la evidencia de que el PP ha jugado con ventaja una y otra vez, hasta el punto de violar la justicia política. Ahora Rajoy quiere perpetuar esa situación que bordeó la ilegitimidad. Si ese enojoso asunto de la dignidad política común se debe suponer en todos los electores que dan su voto a C´s, PSOE y UP, entonces debería escribirse un manifiesto diferente, teniendo la valentía de denunciar al culpable de toda esta situación de interinidad. Quien apoye a Rajoy no sólo es un cadáver político; será uno inmolado en el altar del dios más absurdo, el de la parálisis. Pues comprendemos que si ahora gobierna, será por haber usado mejor que nadie su posición de ventaja como chantaje. Un manifiesto adecuado debería descubrir ese juego.

Claro que no será posible un pacto de C´s, PSOE y UP, porque lo impide la cuestión catalana. Sin embargo, estos actores deberían aprender algo de la versatilidad inconfesable de los nacionalistas. A pesar de todo, ese obstáculo es demasiado grande para una sociedad y un país que no tiene una adecuada experiencia moderna, que no practica el «distingo, ergo existo», la clave de toda capacidad analítica. Tampoco tenemos suficiente experiencia democrática para identificar la realidad de las cosas: que esta situación requiere un gobierno de concentración nacional pluripartidista capaz de ofrecernos una constitución renovada. El PP tendría entonces su voz decisiva. Pero desde un sentido común de la dignidad política.