Era el primer sábado de mayo, en la sala Barts de Barcelona. Había lleno total y los asistentes se agolpaban en palcos, plateas y paraíso, a la espera „sonrientes, ansiosos„ de que saliese el adorado cantautor. Para mí pequeña familia era un viejo sueño, el que se cumplía esa noche, todo gracias a mi hija Marina, que cuando quiere tiene mucho de ángel benefactor. Y es que, pese a los caminos surcados miles de veces en la geografía española por Carlos Goñi, y tras haber intentado verlo millones de veces, por cosas del destino siempre nos había salido mal. Porque las canciones de Revólver han sido la banda sonora de nuestra vida familiar, tañendo en el coche durante nuestros largos recorridos por Europa en los veranos, o retumbando en toda la casa los fines de semana y fiestas de guardar. Mis hijos han crecido escuchando y absorbiendo música y letra de obras maestras tales como Eldorado, Mismo hombre o El Peligro. Nuestros caminos, el de Goñi y el mío, y pese a que nunca nos hemos conocido, están atados por creencias y vivencias, o así me gusta imaginarlo a mí. Y es que el año en que él fundaba Revólver, servidora conseguía la plaza en la Universidad y concebía a su segundo hijo. Entonces Carlos y yo teníamos la misma edad, veintinueve. Y el año en que sacó su obra maestra, el Básico II, nacía Enrique, mi benjamín, que se ha dejado uñas y voz en la guitarra para hacer sonar esas canciones desde su niñez hasta el día de hoy. Por eso, esa noche era, de veras, muy, muy especial.

El concierto fue impresionante, por decir poco. Carlos Goñi está en lo mejor de su vida y de su carrera; anda sobrado de sabiduría, de tablas, de arte y de voz. Pero lo más increíble y espeluznante de todo ocurrió a mitad del concierto, cuando anunció: «Bueno, ahora es cuando vamos a tener una conversación». El cantante había estado dialogando toda la noche con su público, con lo que al principio no se nos hizo raro el que conversase con nosotros un poco más. Pero, al tiempo que iba explicando cómo la noche en que murió Miguel Ángel Blanco él tocaba en Santurce y se jugó el cuello con su actuación, vino a espetarnos, más o menos, que le daba igual que el concierto de marras, esa otra noche, en esa sala mítica de Barcelona abarrotada de catalanes, se le fuera al garete, porque estaba dispuesto a jugársela una vez más. Que como cantante él no solo estaba allí para tocar por puro arte estético, sino que también tenía algo que decir. Y lo que explicó fue que todo el mundo había esgrimido argumentos políticos, económicos y sociológicos para estar a favor o en contra del independentismo, pero que nadie había esgrimido las razones del corazón.

A aquellas alturas, el aire en el gran habitáculo podía cortarse con un cuchillo y la atmósfera pesaba tanto como el plomo, lo juro. No podíamos ni respirar, porque no sabíamos cómo iba a terminar aquello y si en algún momento tendríamos que salir corriendo de allí. Y, de repente, el cantante se marcó una canción de amor a la ciudad, titulada Sin Barcelona, que venía a decir exactamente lo que yo pienso: «No os vayáis, por favor. No sabéis lo a gusto que me encuentro cada vez que vuelvo aquí, a esta parte de España que llevo en el corazón». Al terminar la canción la mitad de la sala se venía abajo mientras la otra permanecía silente. Algún valeroso se lanzó a corroborar el mensaje de Goñi, al tiempo que la mano de mi marido se enganchaba como un puño a mi muñeca: me conoce como si me hubiera parido y sabía que iba a levantarme a exclamar «Viva Cataluña española», o algo así. Me limité a gritarle algo al artista sobre lo bien que tenía puestos los genitales y, por no disgustar a mi sufrido esposo, me callé. Pero, para nuestra sorpresa, Carlos Goñi hizo un addendum a la canción y soltó lo siguiente: «La verdad es que somos todos aragoneses. Cada día que pasa pienso que es así: que todos somos Aragón». Y se quedó tan pancho. Tragamos saliva de nuevo, comprobando lo bien que tiene puestos los bemoles el tío. Con un par, ya digo. Yo nunca había sido testigo de una hazaña igual. Es mi experiencia que todos tratamos de andar cautelosamente, con guante blanco por no ofender cuando vamos a trabajar a Barna; pero el duro mensaje de Goñi a los barceloneses estaba preñado de sangre y sentimiento. Y nadie puede cerrar su alma a las razones de la emoción.

No me extiendo más: sólo añadiré que el concierto acabó de manera mucho más soberbia que la que empezó. La sala se venía abajo cuando hubo terminado, y todo „todo„ el público estuvo levantado durante largos minutos en homenaje a Revólver. Porque Carlos Goñi había demostrado, como hombre y como artista (y no como va siendo habitual en este mundo descreído y cínico en el que estamos inmersos), que siempre, infaliblemente, las armas que vencen al miedo, a la desconfianza y al odio son las de la verdad y las del corazón.