Nos hemos tirado años renegando de la austeridad por considerarla el mal político de los tiempos modernos, pero no está bien denostar con tanto ímpetu un concepto tan necesario y eficaz para el funcionamiento de las economías pública, empresarial y doméstica hasta querer arrojarla del diccionario de la RAE. El ejemplo lo tenemos en la nueva etapa política que se abre con la repetición de unas elecciones generales que todos quieren ponerle la etiqueta de austeras. Los principales partidos que concurren a los comicios se han apresurado a apostar por una campaña electoral de bajo coste con importantes recortes en los gastos, que algunos cifran en el 30%. Hasta los mayores enemigos de esta política de gasto la ensalzan ahora ante el cabreo generalizado por haber sido incapaces los dirigentes de los cuatro partidos que han conseguido el mayor número de diputados de ponerse de acuerdo para interpretar el mandato de las urnas, conformar una mayoría parlamentaria y formar gobierno. Paradojas de la vida, la austeridad vuelve a ponerse en primer plano de la actualidad política.