Hace años pasé la mañana de Miércoles Santo en casa de El Colorao, en plena huerta. Escribí cómo un estante se vestía y se preparaba en casa para la procesión huertana por excelencia, y allí El Colorao me dijo que la huerta de Murcia no iba a desaparecer nunca, porque «la huerta la llevaba mi abuelo en el alma, mi padre también, la llevo yo y ahora la llevan mis hijos». Aquello me pareció muy bonito, pero no me terminó de convencer. Quince años después, como pasa con esas frases que se te quedan grabadas a lo largo de la vida, entiendo mucho mejor aquellas palabras.

El otro día pasé la tarde en El Esparragal. Un partido aplazado de los peques nos llevó allí entre semana. Llovía como en el norte. Despacio y poco, pero sin parar. Esa lluvia que hemos aprendido a diferenciar los del centro como buena para el campo. No paró en toda la tarde. A la vuelta a casa, antes de Monteagudo, paré el coche y bajamos en un recoveco de la carretera. Delante de nosotros sólo se veía huerta. Limoneros y naranjos, y flores de azahar. Olía a tierra mojada, y había parado el aire. La perspectiva hacía que sólo muy a lo lejos se viera la ciudad, que asomaba tímidamente. La luz de la última hora de la tarde coincidió con el final de la lluvia. El aire quedó suspendido, con esa visibilidad que solo a veces tenemos en Murcia, y se podía ver cómo las hojas de los árboles se encogían bebiendo el agua de la lluvia.

Salimos y nos quedamos un rato mirando al horizonte. Le conté a Miguelito lo que la huerta ha supuesto para nuestra ciudad a lo largo de la historia, y cómo el carácter de los murcianos es aquella huerta, es agua, es la alegría de días de lluvia como aquel. Miguel miró al cielo y abrió los brazos. Cerró los ojos y abrió la boca, como hemos hecho todos tantas veces que ha llovido, esperando poder beber alguna gota de agua. Enseguida saboreó una y dijo€ «Sabe a huerta, papá». En aquel momento recordé las palabras de El Colorao, y cómo sin haber vivido en la huerta, sin tener familia que haya vivido en la huerta, solo habiendo nacido aquí, fui capaz de entender que era cierto, que la huerta siempre iba a formar parte de nosotros, porque la llevamos en el alma. Aunque para llevarla sea necesario a veces poder contemplarla un día de lluvia. Vale.