Heliogábalo fue un emperador romano que mandó cuatro años, del 218 hasta 222, en su caso desde que tenía 14 años a sus 18. Vamos, un zagal. Su nombre no sale tanto en los libros de Historia como el de Augusto o el de Tiberio, pero fue artífice y protagonista de un episodio sin duda peculiar. El caso es que un día el crío celebró una fiesta en su casa y, con el fin de agasajar a sus invitados, Heliogábalo mandó llenar el salón de pétalos de rosas. Pero que no sea por pétalos. Llenarlo no, abarrotar el salón. Tantos pétalos ordenó que echasen que muchos de sus invitados perecieron asfixiados. Supongo que eso es una metáfora de algo. Quizás de que muchas veces nos empeñamos en cuidar tanto algo que amamos que acabamos estropeándolo. A nadie le gusta que le quieran demasiado. El caso es que Heliogábalo acabó malamente: a los 18 años, los petrorianos lo asesinaron, le cortaron la cabeza, lo desnudaron, arrastraron su cuerpo por la ciudad y lo tiraron al Tíber. A su madre, que se abrazó a él con afán de protegerlo, le hicieron lo mismo. Sin tener ni idea de que hoy hablaríamos de ellos.