Somos nosotros mismos, el cada-cual y el todos uno, los retratados, los sorprendidos en flagrante delito; los humillados y los ofensores. Somos nosotros, no los otros, quienes de dos en tres, de mil en millón, de acostumbrados al padecimiento y al ejercicio de la mala voluntad, actuamos de víctimas y de verdugos, nos compadecemos y golpeamos, jugamos a la peligrosa dialéctica de la ternura y la violencia, sin saber ya, a veces, a ciencia cierta, cuál es el papel que representamos.

Un cuadro, un momento histórico, es algo más que un cuadro, que un instante de la memoria y por eso no basta, en nuestro tiempo, el monóculo esteticista para asomarse a ver lo que significa una pintura, una realidad social. «El esteta es un malvado», parece decirnos la experiencia con la expeditiva sintaxis de Sartre. «El hombre es triste», cantaríamos con la queja universal y doliente de César Vallejo.

Como queriendo gritar, como bajando la escalera infinita del dolor y del llanto, como puesto de cara a la pared mural del sufrimiento absurdo, la vida nos solivianta y nos altera con su incómodo redoble de conciencia. Se conoce bien el tiempo del dolor y lo alojamos en el volumen de los colores graves y rotundos. La lección del espacio y las dimensiones del aire que el ser humano respira se aprenden en Velázquez. La calle es una perrera injusta plena de maltratadores; la elegancia de los aristocráticos perros velazqueños ha sido apaleada; el reguero de luz, enrarecido. El drama continúa. No es algo fijo, sino algo que está pasando. No puede ser moraleja, porque es un grito; no son nunca gesticulantes las señas de identidad. Oprime igual la ropa que la mirada, la sociedad que la fiereza desatada del hombre. Son las vergüenzas ópticas de la existencia.

Nada de todo esto, posiblemente, es nuevo en el mundo, en nuestro sur. Hay, tal vez, en la insistente repetición de unos mismos rasgos inconfundibles, de unos mismos sustos de familia, como un inconsciente afán por otorgarles tratamiento mítico, por elevarlos solidariamente a la consideración de lo irrefutable. Una sobrecarga emocional, excede al mensaje político y nos hace sospechar si más que testimonio o denuncia no hay en el trasunto de la historia, por encima del sarcasmo y la tragedia, como una nostalgia irreprimible de la belleza, queremos decir, de la justicia.

Algo más que realismo. La trama es más honda y se hace significante. Son instantes que perpetúan la lucha, como volcados a lo absoluto. Es el contenido del corazón, esa honrada maroma de la que se tira para alumbrar más profundo el hontanar del ser humano y sacar a la luz sus querencias perversas y sus hermosas rebeldías sofocadas.