ara mi fortuna, tengo la enorme suerte de trabajar con niños. Trabajar con niños supone una inmensa responsabilidad, es cierto, pero también en la mayoría de las ocasiones es una tarea infinitamente gratificante. De hecho, lo peor de la enseñanza casi nunca son los alumnos, sino los padres. Y es que los adultos son otra cosa. Por lo general, siento hacia ellos una mezcla de desconfianza y aversión. Aunque lógicamente no me sucede con todo el mundo, las conversaciones con los adultos me resultan tremendamente agotadoras, aburridas, llenas de mentiras o de orgullo o de falsedad o de hipocresía o de apariencia.

La sinceridad apenas existe. Ni siquiera dentro del ámbito familiar. Es verdad que un niño también cuenta mentiras y que es egoísta; sin embargo, al no estar completamente socializado en el aspecto más negativo de la palabra, también es más puro.

Muchas veces nos olvidamos, pero cuando un niño nace no es hincha del Real Madrid ni del Barcelona ni del Athletic de Bilbao. Cuando un niño nace no es separatista ni independentista ni nacionalista ni patriota. Cuando un niño nace no es adicto a las redes sociales ni a los teléfonos móviles ni al Candy Crush Saga. Cuando un niño nace no es un acosador ni hace ciberbullying. Cuando un niño nace no es un maltratador de animales, ni un maltratador de mujeres, ni es alcohólico, ni es yonqui. Cuando un niño nace no clasifica a las personas en homosexuales, blancos, negros, chinos, feos, guapos, enfermos, viejos o discapacitados. Cuando un niño nace no es de derechas ni es de izquierdas, ni siquiera es de centro. Cuando un niño nace no es monárquico ni republicano. Cuando un niño nace no es español ni suizo ni egipcio ni canadiense. Cuando un niño nace no es adicto a las hamburguesas ni a las grasas saturadas. Cuando un niño nace no es prácticamente nada. Todo eso, lo hacemos nosotros.

Debido a todo lo anterior, educar supone una inmensa responsabilidad, una responsabilidad que algunos padres y algunos profesores no acaban de entender. Hace unos días, por ejemplo, el padre de un alumno entró en el colegio berreando como un animal en contra de no sé qué. Ese hombre, con su ejemplo, asesinó de algún modo la educación de su hijo. He visto tanto en padres como en profesores este tipo de actitudes y comportamientos con demasiada frecuencia. No razonar, no escuchar, creerse siempre en posesión de la verdad, no tener valores que transmitir más que la cerrazón y la estupidez.

Se dice que la educación es lo único que puede cambiar el mundo, y se dice porque queda bonito como eslogan. Sin embargo, todo el mundo compra una tablet o un coche o se va de borrachera o se hace una operación de cirugía estética, pero nadie se preocupa de mejorar su educación. Nadie se preocupa de mejorarse a sí mismo o de mejorar en los demás la tolerancia, el respeto a las normas básicas de convivencia, la justicia y la igualdad. Transmitimos a los menores nuestra ideología y nuestra creencia por inercia, sin preguntarnos si es o no lo mejor. Pero ninguna creencia, institución, grupo, política o filosofía que no defienda la justicia, la igualdad, la tolerancia y la convivencia merece existir. Estos días, tras los atentados en París y las estupideces interesadas y sectarias que he visto en las redes sociales buscando justificar lo injustificable, he vuelto a dar gracias a Dios por trabajar con niños. Hasta que el entorno no los destroce, ellos aún son la esperanza.