El último número de víctimas mortales de los atentados de París, esta mañana de domingo en la que escribo, asciende a 129. Tenemos la certeza de que no es el número definitivo, de que éste se incrementará porque hay un centenar de heridos en estado crítico. Pero, en realidad, el número no es lo importante. Si, como afirman los judíos, quien salva una vida, salva a la humanidad, podemos afirmar igualmente que quien quita una vida, mata a la humanidad.

Los terroristas actuaron, como suelen hacer, gritando el nombre de Alá, el nombre de Dios, en la creencia de que Dios les ordena matar y de que les recompensará por ello en el cielo, donde tendrán una vida mejor de la que conocen en la tierra. La existencia terrenal los defrauda al no proporcionarles el bienestar que desean y lo buscan en un lugar imaginario que no les decepcionará. Matan y se matan en busca de ese lugar. Lo triste es que nunca sabrán que ese lugar no existe.

El fenómeno del terrorismo causa estupefacción y, por ello, suele provocar reacciones, de pensamiento y de hecho, confusas y, en la mayoría de las ocasiones, confundidas, porque no existe una fórmula mágica para combatir y derrotar al terrorismo, sobre todo cuando el terrorismo, como lo es el yihadista, se extiende como una plaga latente que puede atacar en cualquier momento y en cualquier lugar.

Desde la estupefacción, deberíamos evitar, en primer lugar, caer en la tentación de pensar que nosotros somos culpables porque nuestras sociedades no les ofrecen condiciones de vida y de futuro que los disuadan de convertirse en terroristas. Pese a que, sin duda, algo más se debería hacer en ese sentido, la marginalidad no es causa necesaria, aunque pueda parecer suficiente, ya que no todos los desheredados de la tierra se convierten en terroristas. En segundo lugar, deberíamos evitar igualmente la demonización del Islam y la islamofobia.

El Islam no es ni más ni menos violento que otras religiones, al menos no lo es más que el cristianismo. Todas las religiones, especialmente las monoteístas, contienen un germen de violencia que es una consecuencia lógica de la creencia en que se está en posesión de una verdad absoluta e indiscutible, de la Verdad. No hace falta repasar la historia para comprender que de la creencia en esa Verdad a la violencia sólo hay un paso. Es obvio que no todos los creyentes son fanáticos y también lo es que no todos los fanáticos se convierten en terroristas, sin embargo, lo cierto es que todos los terroristas son creyentes fanáticos.

Son los creyentes fanáticos del Islam los que hoy nos matan. Pero tampoco debemos caer en el error de creer que su guerra es en exclusiva contra Occidente y sus valores porque el número de víctimas de los talibanes, de Al- Qaeda, del Daesh o de Boko Haram entre los musulmanes supera con creces el de occidentales. Esas muertes, esas masacres, son casi diarias en países de mayoría musulmana, pero parece que a nosotros no nos afectan y no nos interesan porque se matan entre ellos. Como vemos, esa percepción es errónea. Aquí o allá, el problema es cómo combatir el terrorismo yihadista.

Sabemos que los yihadistas aplican la ley del talión. Según cuenta un superviviente de la masacre de la sala Bataclan, uno de ellos gritó, en francés perfecto, antes de disparar a los que se disponía a matar, «Vosotros matáis a nuestros hermanos en Siria y nosotros os matamos aquí». La ley del talión implica no sólo una concepción de la justicia mafiosa o de clan sino también una lógica de guerra. Francia ha declarado la guerra a Daesh en Mali y, más recientemente, en Siria. De modo que podemos entender los atentados de París como una venganza, que, además de matar, actúa como un detonador capaz de arrastrar aún más a Francia y a Occidente a una lógica del talión en la que ya estamos inmersos. Como dijo Hollande, es la guerra.

En la evidencia indiscutible de que hay que defenderse del yihadismo, debemos preguntarnos si la guerra es la solución. No porque toda guerra pueda ser injusta sino, siendo pragmáticos, por su eficacia, por su utilidad. Matar a todos los terroristas parece, de entrada, una misión imposible.