Según parece, las elecciones al Parlamento catalán se han convertido en unas elecciones plebiscitarias sobre la independencia de Cataluña, es decir, al no poder realizarse un referéndum, estas elecciones se plantean como una consulta popular sobre la independencia catalana. Es triste pensar que hace un par de décadas en Cataluña no existía un sentimiento separatista mayoritario. Sin embargo, los nacionalistas „gracias a la impunidad legal y al apoyo de partidos fluctuantes como el PSOE„ han logrado poco a poco a través de ciertas estrategias moral y legalmente discutibles „véase la política lingüística„ imponer un pensamiento y una necesidad hasta entonces inexistente. Y como el vulgo es como es, pronto comenzaron a aflorar personas afines al partido que expandieron dicha ideología, unas veces mediante el convencimiento y otras, a través del miedo o la sanción „véase las denuncias populares y las multas por no rotular en catalán„.

A pesar de que creo que es un error que Cataluña quiera la independencia, para mí, sin embargo, sería preferible que Cataluña no formara parte de España. Como docente, no puedo trabajar en Cataluña sin conocer el idioma catalán, mientras que un catalán sí puede trabajar en mi Comunidad autónoma. Desde ese punto de vista, Cataluña me perjudica. Sin embargo, me es indiferente su espíritu de independencia. Incluso, como gallego, me resulta un poco ridículo. Lo único que me molesta de la posible independencia es aquello en lo que pudiera perjudicar a los catalanes que quieran seguir siendo españoles. Por lo demás, absoluta indiferencia. Sin embargo, lo que no acepto ni tolero es ese término que personajes como Pedro Sánchez, Pablo Iglesias y gente de esa rama mental llaman ´la singularidad de Cataluña´. Seguramente, aquellos que hablan de la singularidad catalana no saben de Historia, no la han leído o ni siquiera saben leer. La historia de Cataluña es absolutamente vulgar en comparación con la historia de otras Comunidades autónomas españolas como Aragón, Castilla, Euskadi o Galicia. La cultura catalana no difiere en esencia de la cultura del resto de las Comunidades autónomas españolas. Su Sagrada Familia, a pesar de su hermosura, no es comparable a la Catedral de Santiago de Compostela. La Barceloneta, por muy hermosa que sea, no es comparable a la Playa de Riazor y, mucho menos, a la Playa de las Catedrales. El pan con tumaca, por muy bueno que esté, es una pequeñez frente a los percebes gallegos o al churrasco gallego o al cocido gallego. El idioma gallego nunca necesitó de una normativa agresiva de imposición porque en Galicia la mayoría de la población habla desde tiempos inmemoriales gallego y español de manera indistinta, con palabras internacionalmente conocidas como morriña, saudade, orballo, Santa Compaña, meigas, queimada o manda carallo. Antiguamente, en la época de Lope de Aguirre, se decía «mándame un gallego» cuando querían a alguien fuerte y trabajador. Las recientes embajadas catalanas no tienen comparación con los ya clásicos centros culturales gallegos diseminados por todo el planeta. En Sudamérica, a todos los españoles se les llama gallegos, incluidos a los catalanes. Incluso hay una canción que afirma sin ruborizarse que hay un gallego en la luna, lo cual tampoco resultaría extraño.

No pretendo crear polémica entre Comunidades autónomas, porque cada cual conoce „o debería conocer„ su historia y su cultura, pero cuidado con la singularidad de los pueblos, porque si se tiene en cuenta para reformar la constitución, Cataluña tiene que ponerse a la cola.