Vencido agosto, volvemos a la rutina. A la oficina, a la fábrica, a clase, al paro? Una vuelta, tras el paréntesis veraniego, a lo que llamamos 'normalidad'. Aunque las vacaciones, también este año, empezaran como nunca y hayan terminado como siempre. Empezaran con la ilusión de que todo era posible y hayan terminado con la certeza de que todo ha sido igual.

Eso en el plano personal. En el plano colectivo, en cambio, tras el breve parón parlamentario de agosto, el curso político vuelve a una normalidad que tiene poco de normal. Septiembre empieza con unas elecciones que tienen mucho de excepcional: las catalanas. Unas elecciones autonómicas, como las de toda la vida, que los independentistas quieren convertir en plebiscitarias. Y si las urnas no lo remedian, y no parece que lo vayan a hacer, nos podemos encontrar en menos de un mes con una declaración unilateralmente de independencia. Cosa que no es ningún moco de pavo.

Felipe González, que se las ve venir, ha tocado a rebato. Y es que a muchos empieza ya a preocuparles tanto la pasividad de Rajoy, una máquina de hacer independentistas, como «la aventura ilegal e irresponsable» que capitanea Mas. Yo me mantengo en lo que dije hace algo más de un año. Que unos y otros estamos condenados a entendernos. Que la solución vendrá a través de la negociación. O como dicen otros, «que necesitamos reformas pactadas que garanticen los hechos diferenciales sin romper la igualdad». Y como no concibo a España sin Cataluña, procuraré poner mi grano de arena para buscar el 'encaje' de Cataluña en España. Ahora bien, es el Gobierno, en este caso el impávido Rajoy, quien tiene la obligación y la responsabilidad democrática de encontrar líneas de negociación que den una salida razonable al conflicto. Y no nos engañemos, no habrá solución mínimamente duradera que no pase por erradicar tanto el anticatalanismo cerril, aquí, como el 'antiespañolismo' excluyente, allí.

La 'normalidad' a la que volvemos tampoco puede consistir en familiarizarnos con una crisis migratoria que está provocando unas tragedias humanas sin precedentes. En aceptar que el mar en que nos hemos bañado estos días se esté convirtiendo en un cementerio marino para miles y miles de refugiados que huyen de la guerra y de la miseria. La penúltima desdicha en este encadenamiento de desgracias ha sido la muerte por asfixia de decenas de refugiados que viajaban encerrados en el contenedor de un camión frigorífico por Austria. La imagen terrible de unos cuerpos en descomposición en un camión abandonado en la orilla de una autopista viene ahora a añadirse a otra no menos dantesca, pero ya habitual, como es la de miles de ahogados en las orillas del Mediterráneo. Ayer tuvimos una nueva tragedia, esta vez protagonizada por niños.

La pasividad de los gobiernos europeos, que se olvidan en muchos casos de las obligaciones del derecho internacional humanitario, produce pavor. Ni siquiera ha podido salir adelante la tímida propuesta de Juncker, presidente de la Comisión Europea, de crear un mecanismo de reubicación temporal de refugiados a partir de cuotas de reparto obligatorias. Y no será porque estos países, entre los que se encuentra España, no tienen su parte de responsabilidad directa en la gestación del caos político y de los conflictos armados que han originado esta crisis humanitaria.

La normalidad tampoco puede consistir en reiniciar el curso viendo como la tan prometida regeneración política se queda en una mera declaración de intenciones, viendo cómo siguen apareciendo cada día nuevos casos de corrupción, oyendo cantos de sirena que insisten machaconamente en una recuperación macroeconómica que no llega al ciudadano de a pie, o comprobando como la precariedad y las desigualdades no sólo no se corrigen sino que crecen.

Tampoco parece muy normal, desde luego, tener a un presidente de gobierno regional pendiente de decisiones judiciales por presunta malversación y fraude.

Si a todo esto, tras el paréntesis veraniego, le llamamos volver a la normalidad, convendremos en que se trata, cuando menos, de una dudosa normalidad.