La ciudadanía está conociendo, escandalizada y con lógica indignación, una avalancha de casos de corrupción que generan vértigo por la velocidad con la que se suceden y por la inquietud que producen. La situación obliga a actuar con determinación contra uno de los grandes males de nuestra democracia.

Los recientes episodios aparecidos en la propia Casa Real, el caso Bárcenas y la presunta contabilidad 'B' del PP, el de los ERE en Andalucía o los de CiU en Cataluña, junto con los que afectan en la Región a importantes dirigentes del PP, degradan irreversiblemente la imagen de lo político al derivar en una generalización del concepto de corrupto.

Lo que está en tela de juicio es la propia credibilidad de nuestro sistema democrático. La desmoralización social y el descrédito de la política y los políticos ocasionado por los casos de corrupción, son dos hechos de una enorme gravedad. Los cargos públicos que están al frente de las instituciones o ejerciendo las máximas responsabilidades en los partidos políticos, tienen una doble obligación en el desempeño de sus funciones.

Por un lado, son los garantes de que las leyes se cumplan en todas las direcciones y para todos por igual, por supuesto. Pero también tienen el compromiso moral y ético ante la sociedad, respecto de su obligación de actuar en todo momento de forma escrupulosa. Ellos son los que deben dar ejemplo con sus actuaciones, porque una sociedad no puede permitirse que quienes la lideran sean, precisamente, los que más dudas morales originen.

El elemento más preocupante en los casos de corrupción es la percepción de que son inevitables, de que forman parte del sistema. Por eso son necesarias reformas institucionales y legales que acaben con esta práctica sistémica. Es imprescindible la adopción de cambios en la legislación que prevengan y castiguen con contundencia la corrupción y a los corruptos. En manos del Ejecutivo está cambiar esta tendencia, aunque da la impresión que se va más a grandes declaraciones que a actuaciones y medidas contundentes y sinceras para prevenir y atajar la corrupción.

El reciente informe de Transparencia Internacional sobre el Índice de Percepción de la Corrupción explica que España ha retrocedido en la última década diez puestos y se sitúa ahora en el puesto 40 de 176 países. Y señala que esa percepción está directamente relacionada con la lentitud de las sanciones penales, la baja intensidad de las penas en casos de corrupción relevante, la expansión de los escándalos a las instituciones clave del Estado, y la sensación de impunidad.

Una medida trascendental para dificultar la aparición y extensión de la corrupción es el aumento de la transparencia en los procesos de toma de decisiones públicas. Cuanto más transparente sea este proceso, más actores podrán intervenir en el mismo y más difícil será que un grupo de privilegiados pueda monopolizar y dirigir el procedimiento en su propio interés. La próxima ley de Transparencia Regional que se va a comenzar a tramitar en la Asamblea Regional debe ir al fondo de las cuestiones y no se puede quedar en una mera operación estética. La futura ley debe servir para dar información detallada de las actividades de todas aquellas instituciones que reciben fondos públicos, sin excepción, sin poder ampararse en el silencio administrativo, y regulando, además, la actividad de los numerosos grupos de influencia.

Necesitamos con urgencia una nueva cultura de lo público lo que implica reformar las instituciones públicas desde el punto de vista de sus competencias y su organización, y también acometer una verdadera regeneración de la vida pública española. Es imprescindible mejorar la transparencia en todos los niveles de Gobierno, una mejor aplicación de las leyes de las que ya disponemos, así como acabar con la financiación irregular de los partidos políticos, auténtico pozo negro de la corrupción.