Pides una bolsa de patatas y traen una de las que hace Pepsi, que antes era un refresco de cola que competía con la Coca, cuando se era de los Beatles o de los Rolling. Ahora lo Pepsico (que suena a digestión sonora) son aperitivos. Estas patatas multinacionales acabaron con todas las patatas pegadas a la tierra, locales, que tenían nombres de barrio, de persona o de virgen de pueblo cuando Coca y Pepsi competían con gaseosas nacionales (La Casera) y de villa. Las patatas pépsicas vencieron porque eran onduladas o sabían a más cosas y porque regalaban tatuajes de pegar.

Entonces iban tatuados Popeye el Marino (que comía espinacas y daba puñetazos), el padre del Rey (cuando el rey era príncipe), algunos marineros, los chuloputas que habían embarcado alguna vez, los maoríes del cromo de álbum Bimbo y aquel de la copla que vino en un barco de nombre extranjero y que era alto y rubio como la cerveza. (Las cervezas también eran locales y tenían nombre de águila y de estrella de pueblo). Gracias a las patatas con prestigio estadounidense, sabor a más y bolsa brillante, los niños se decoraban los brazos con tatuajes de pega que en cuanto se lavaban, se ensuciaban.

Ahora mucha gente se tatúa y en el periódico una chica de prácticas redacta un reportaje sobre el asunto que titulará «Arte en la piel». Las multinacionales aperitivas sacan en sus bolsas de patatas a abuelas que idealizan a las que hacían aquellas frituras de barrio, con nombre propio o fervor mariano, que cerraron por no ser americanas, no tener fuerza en la distribución y no regalar tatuajes de pega. Ahora las llaman patatas tradicionales pero entonces eran conocidas como industriales en contraposición a las caseras que hacía una mamá. A la que era mamá entonces le repugnaban los tatuajes pero la que encarna ahora ese papel se ha grabado dos cerezas de Pachá en la piel de la cadera.