La otra tarde, tarde invernal de lluvia y de mesa camilla, me puse a ordenar la información de más o menos interés que almaceno en el disco duro de mi ordenador portátil. Ocurre con el ordenador lo que en los cajones de la mesa y del armario que hay en lo que tal vez sea el gabinete más pequeño del mundo, el mío, que sea cual sea su capacidad tienden indefectiblemente a estar llenos de cosas de muy dudosa utilidad pero de gran interés arqueológico. Por ejemplo, en el cajón del centro guardo la pequeña colección de mis multas de tráfico debidamente pagadas, entre las que hay una de 1974 que debió ser la primera o la segunda. Junto a ellas, duermen el sueño de los justos varios ejemplares de teléfonos móviles en desuso y un pequeño sello de lacrar con mis iniciales. Otra bonita e inútil colección es la compuesta por todos los porta-tarjetas, realmente no sé como llamar a esos sobrecitos de plástico transparente que se prenden en la solapa con un imperdible o una pinza, y que han servido para que los muchos congresos y reuniones a los que he asistido mis colegas extranjeros supieran que yo era de Murcia, por ejemplo, sin saber qué cosa era Murcia exactamente. En otro cajón guardo objetos de escritorio muy variados y originales, como seis mini-grapadoras para las que hace años que no existen grapas de su tamaño, varios tipos de sacapuntas, entre ellos uno para lápices de carpintero, y llaveros, muchos llaveros con sus llaves, de las que he olvidado qué cerradura abren. El libro de familia se confunde con el de calificaciones escolares, también de tapas de tela azul, en el que constan escritas con tinta indeleble —qué afán porque perdure lo fútil— las notas que obtuve en el examen de ingreso y en la reválida de cuarto, ambos del plan del 56. Hay también restos orgánicos, pero no se asusten ni hagan muecas de asco, pues están debidamente momificados: una bolsita de caramelos de Hellín con el escudo de la Región de Murcia y la leyenda Consejo de Gobierno de los que, en tiempos, obsequiábamos a los niños que visitaban San Esteban; un chicle Bazooka de aquéllos redondos y de tres pisos, envuelto en su papel de plata, que ya estaba fosilizado cuando lo guardé; y una auténtica bolsa de pipas de peseta del extinto kiosco de Santo Domingo, el del sordo, a quien gastábamos la broma de pedirle «una tralarí… de pipas», a lo que siempre nos contestaba algo amostazado: «¿Una bolsa de qué…?».

Pero es en el disco duro del ordenador, que yo creí que me ayudaría a resolver ese problema de la mezcolanza de recuerdos y de informaciones que padezco, donde el desorden es mayor. Escritos inacabados, artículos de prensa que en su día me resultaron interesantes y que corté y pegué en un folio virtual guardado como fuente de inspiración futura, fotos e ilustraciones que cada vez que las veo me sugieren una cosa diferente de aquella por cuya razón las guardé en no se sabe qué carpeta, y todo ello convenientemente oculto en un extraño y caótico sistema de archivos de mi invención que impide que los encuentre cuando los busco y que me los brinda con una sonrisa cruel cuando lo que busco es otra cosa.

Bien, pues entre las cosas que han asomado mientras buscaba una información concreta sobre… lo que fuera, que ya no me acuerdo, ha sido esta curiosa tabla para construir intervenciones, respuestas y pequeños discursos que lo mismo valen para un roto que para un descosido y que sirven, incluso, para cuando uno no sabe de qué va la cosa. Se coge una frase de la primera columna y se enlaza con otra de la segunda escogida al azar, otra de la tercera y otra de la cuarta, y ya verán como les sale un pensamiento como los que habrán escuchado muy a menudo por la tele a los políticos. Hagan la prueba y, si les gusta, preséntense a las próximas elecciones o triunfen ante su jefe. Ánimo, muchos lo han conseguido.