Con las elecciones a punto de ser convocadas, diez de cada diez españoles piensan que el PP arrasará el 20-N, incluido posiblemente el equipo al completo de Rubalcaba. El abrumador resultado será protagonizado por Rajoy, aunque ni uno de cada diez españoles se atrevería a considerarlo superior a su adversario socialista. En una violación flagrante de la doctrina sobre la victoria de los mejores, se consagrará por desafección de la izquierda a un presidente menor, aunque lo mismo decían de Truman. Lejos de apaciguar a la España del 21-N, este cúmulo de contradicciones conducirá a una experiencia política de alto voltaje. Eso sí, extramuros del Parlamento.

En los preparativos, el comité electoral del PSOE se refugia en la incógnita de tres millones y medio de indecisos

(coincide con la cifra de puestos de trabajo a crear por González Pons, tal vez se refieren a las mismas personas en ambos casos) un dato más voluntarista que la confianza en la apreciación indefinida de los inmuebles.

Sin embargo, los analistas de Rubalcaba aciertan de pleno al cifrar de insignificante el trasvase de voto desde sus filas al PP. La valoración de Rajoy excluye esta migración. Los desertores del socialismo no han descubierto que la derecha ofrece propuestas más satisfactorias. Al contrario, las recetas universales contra la crisis, aplicadas en España por Zapatero, han provocado que sus votantes no acierten a encontrar las diferencias suficientes entre populares y socialistas. No quieren votar porque no distinguen las opciones. Aceptando esta hipótesis, y dadas las escuálidas expectativas del PSOE, nada le impide un discurso más audaz, por mucho que el radicalismo sea tóxico en urnas que tienen la ranura en el centro.

El 21-N amanecerá después del primer experimento de contravoto responsable. La palabra abstención, en cuanto negativa a ejercer un derecho, no abarca el dilema de quienes desde la izquierda barajan con pasión si eliminar el 20-N de su calendario o desplazarse desde el PSOE a siglas distintas del PP. Aunque no escasearán los detectores de patologías en este comportamiento, sus practicantes no se plantean un desgajamiento del compromiso

democrático. Al contrario, quienes no votarán en las generales habrán cavilado con más detenimiento que quienes se dirijan a las urnas. Pretenden aislarse de la configuración actual de la ceremonia. Inconscientemente, obedecen a la ficción de que la acogida a los Indignados ofrece manifestaciones públicas más efectivas que los criterios tradicionales de representación. La democracia en red, todavía a estrenar. El contravoto responsable y respetable se traducirá el 21-N en el fin del bipartidismo único que ha gobernado España durante tres décadas, y cuyos copropietarios castigaron sin piedad a cualquier intruso —Gil, Conde, Díez— que amenazara su paraíso compartido.

No hay imanes de un solo polo, de ahí que el PP debiera sentirse afectado por la falta de atracción que castigará definitivamente al PSOE. En dos meses, los socialistas desaparecerán del mapa estatal, autonómico y municipal. Gobernarán Euskadi por la magnanimidad de los populares y Andalucía de modo transitorio. Su presencia en las instituciones de peso adquirirá el rango de testimonial. En medio año, habrán sufrido una pérdida de poder que no dejará intacta la estructura del partido. La solidez histórica del PSOE es el único factor que contrarresta la opinión de que las desgarraduras en la formación conducirán a una fractura.

No se trata de una escisión minoritaria, sino de una colisión frontal, que separe definitivamente a socialdemócratas de socialistas, a pragmáticos de radicales, a la gauche caviar de los conversos al 15-M. Unos y otros no tendrán nada que perder. De momento, la frialdad de Rubalcaba mantiene al partido en su configuración unitaria, congelando el debate posterior. Si este párrafo suena a política-ficción, cabe imaginar las reacciones suscitadas si alguien hubiera pronosticado hace tan solo un año que el Partido Pirata accedería al parlamento berlinés.

La derecha se rehizo tras la victoria aplastante de González en 1982, pero tuvo que cambiar incluso de siglas.

Zapatero obró el prodigio de enderezar al PSOE vigente sin lesiones irreparables, pero lega una situación peor que la heredada. El 21-N exigirá una descompresión fenomenal, porque dibujará un país de izquierdas —véanse los sondeos del CIS— gobernado abrumadoramente por la derecha. La política se trasladará a la calle, el Congreso al ágora. El nivel de exigencia a la clase política no perdonará al PP y lo colocará al borde de la ebullición. Entretanto, las propuestas más esotéricas intentarán recomponer los añicos de la izquierda.