Para muchos de ellos representan lo mismo que un quiste sebáceo. Me atrevería a decir, incluso, que una protuberancia, pero en estos tiempos genéricos no conviene aludir a esa clase de relieves con intenciones metafóricas poco claras. ¿Se han fijado? Hablar de protuberancias puede entenderse como una actividad lesiva, tachonada de riesgos en su ambigüedad semántica. Si uno se refiere a su acepción de glándula, algún día hablaremos de las glándulas, y más aún en su formulación estrictamente venusiana tiene todas las papeletas para ganarse el título de machote patriarcal y provecto. Por el contrario, si pronuncia simplemente la palabra como el que pronuncia un accidente geográfico, un istmo del cuerpo, que dirían los estetas, incurriría en el error del tecnicismo y todo su espanto. La policía retórica nunca descansa. Habitamos un mundo gobernado más que nunca por la apariencia del lenguaje, por su condición más epidérmica, de parvulario. Dentro de cada uno de nosotros reside un agente de la nueva Gestapo indicándonos las maniobras más correctas para evitar la confrontación y al mismo tiempo inaugurando un nuevo placer freudiano, la posibilidad de destriparlo y hacerle sufrir en espectáculos bochornosos, cercanos al síndrome de Tourette en su verdad torera y liberadora. Desde que existe la obligación de presentar el discurso de un modo blanco y políticamente adecuado a las nuevas formas, la vida ha asumido el rostro de un árbitro de fútbol o un empleado modélico de los templos de la banca. Ya no importa que lo que se defienda sea noble, sino que se embuta con los atributos que se identifican comúnmente con la nobleza. En los últimos días ha surgido un movimiento que enarbola banderas que deberían interpretarse como una consecuencia lógica de los desmanes neoliberales y mortecinos de la década. Nada ahí de lo que gritan que no se haya gritado antes, pero tampoco un momento más legítimo y pertinente para hacerlo. El éxito de la propuesta, y la preocupación de los políticos como contrapartida indisociable, depende en estos momentos, sin embargo, de cuestiones rabiosamente alejadas de las demandas. A los manifestantes se les pide un certificado de imagen, una suerte de aval de no pertenencia a sistemas confusos de pensamiento, ya sea desde una perspectiva ideológica o simplemente disipada. Pocas horas después de la primera manifestación, ya hubo voces empeñadas en relacionar el gesto con la estrategia solapada de algún partido y la cultura, tan española, de las subvenciones. También se han repetido las objeciones de siempre, preocupadas en buscar sinónimos a construcciones tan estilísticas, y divertidas, todo sea dicho, como «perroflauta». Da la sensación de que se intenta desprestigiar al movimiento trasladando la legitimidad del discurso a la autoridad de quien lo pronuncia. Una reserva que casi nunca se tiene con los políticos. Todo el mundo se pasa la vida despotricando contra la bajeza moral e intelectual de la clase política, pero se le sigue confiriendo una credibilidad que se escatima curiosamente cuando la que se expresa es la calle. Curiosa forma de pedirle peras al olmo y esperar que las cosas cambien.