Es triste que una tan trascendente técnica, ciencia o como quiera definirse el Urbanismo esté en boca de todos como un escenario en donde parezca sencillo que el dinero fácil cabalgue a lomos del caballo ganador de las malas artes.

También es triste que, en los casos en los que urbanismo y prácticas perversas se puedan dar la mano, el objeto de los enriquecimientos ilícitos sea el territorio, un bien que por esencia es de todos. Y es particularmente triste que estas cosas tiendan además a destrozar la imagen y la reputación de zonas completas y sectores de actividad con independencia de la limpieza de muchos negocios o la rigurosidad de tantas otras decisiones, provocando que el ciudadano normal no sepa dónde termina el desarrollo razonable y donde se inicia la truculencia. Y, finalmente, es triste que debamos estar ocupados o preocupados por estos temas en unos momentos en que nuestros políticos, empresarios, agentes sociales e instituciones se deben emplear al ciento veinte por ciento en asuntos tan trascendentes como capear la crisis.

Sé que muchos —la gran mayoría— de los profesionales y gestores que se relacionan con el urbanismo abominan de las prácticas en las que nuestro futuro parece estar más pegado a los intereses personales que al colectivo.

Porque el buen urbanismo, el que se enseña en las escuelas técnicas, tiene mucho que decir hacia el presente y el futuro de unas sociedades y unos territorios que, de no reflexionar, de no intervenir inteligentemente, se nos escaparán de las manos en términos de ocupación del espacio, de movilidad, de paisaje, de impactos ambientales, de estrés, y de formas excesivamente autónomas y compartimentadas de vivir y relacionarse.

El urbanismo es una técnica absolutamente imprescindible para recuperar la cordura en la organización del espacio y para dotar a los lugares de habitación humana de un mínimo de calidad de vida. Las infraestructuras, las garantías de la dotación de los servicios básicos, los espacios de encuentro y ocio ciudadano, la movilidad, el futuro de las ciudades y los ciudadanos, dependen, en suma, de cómo se decida sobre el papel las formas en que se evolucionará sobre el terreno.

Sin buen urbanismo no habrá buenas ciudades y buenos territorios, y sin planificación sensata no será posible aplicar los márgenes razonables de desarrollo que garanticen la satisfacción de las necesidades de la gente y el respeto por los valores subyacentes del nuestra tierra.

Por eso, a despecho de coyunturas, toca formular un rearme moral del urbanismo en el que sus actores —uno a uno y en conjunto— jueguen integralmente al juego de la honradez, la trasparencia y la democracia que quizás unos cuantos —ni idea de cuántos ni de quiénes— hayan decidido abandonar.