Para el psiquismo humano la capacidad de adaptación es un recurso evolutivo. Tanto es así, que un conocido psiquiatra definió la salud mental como "la adaptación activa a la realidad". Quienes no se adaptan sufren las consecuencias de múltiples formas, en las que el malestar psicológico está siempre presente.

Sin embargo, en esa definición, el psicoanalista subrayó el adjetivo ACTIVA como imprescindible, hasta tal punto que otra encomiable psicoanalista consideró la adaptación pasiva a la realidad como patológica, acuñando un término que ya es de dominio común: normopatía, es decir, la enfermedad de los sobreadaptados, la complacencia sumisa a la mayoría. Los normópatas son quienes, lejos de avanzar en el camino de su propia subjetividad, elaborando sus criterios a partir de la crítica de los imperativos sociales, para asumirlos, rechazarlos o modificarlos, se amoldan pasivamente a ellos, y se convierten en un éxito de la adaptación, pero en un fracaso clamoroso de la subjetividad. Son legión.

Desde la revolución francesa, las sociedades modernas se han caracterizado por un incremento progresivo del individualismo: la cadena de producción industrial fraccionada (que Bauman toma como modelo del nazismo y Sennet de la corrosión del carácter, la fragmentación de las responsabilidades y la laxitud moral) se ha introducido en el psiquismo, arrasando con lo grupal. Hoy, la participación ciudadana es escasa y la contestación social prácticamente inexistente; todos escribimos entre los renglones marcados, para disgusto de Juan Ramón ("si os dan papel pautado, escribid por el otro lado", aconsejaba el poeta).

Los ideales individualistas (que ni siquiera la crisis económica actual parece capaz de interrogar) nos empujan a elevar por encima de cualquier otro valor el bienestar personal, un bienestar que es sólo sinónimo de confort, desarrollando una auténtica ceguera para lo que no seamos nosotros mismos.

Sin embargo, este autismo existencial, que se nos propone como modelo por su afinidad con los principios económicos del tardocapitalismo, tiene peligrosos efectos secundarios, que contribuyen a la caída de los ideales y de las normas éticas que ayudan a la convivencia entre los seres humanos. Veamos cuáles son.

El primero de estos efectos secundarios tiene que ver con la percepción de los males ajenos como irreales. Encerrados en nuestras cómodas casas, cualquier situación que no nos afecte cobra tal viso de irrealidad que movilizarnos (lo que sería la adaptación activa a la realidad), requiere una lucha encarnizada contra nuestra propia pasividad contemporizadora, y contra nuestro pragmatismo conformista. Podemos tocar el sofá con las manos tanto como nuestro sueldo o nuestra casa, pero la solidaridad, la mentira, la libertad o el dolor ajeno son intangibles.

Junto a esta irrealidad, otro efecto secundario del individualismo es la ceguera selectiva. El pragmático individualista no ve la realidad si no está referida a él. Por poner un ejemplo -podría pensarse que menor-, la suciedad de nuestros montes, repletos de escombros, es consecuencia de una visión miope e individualista de lo que es mío y lo que no lo es. El individualista (suelen ser maleducados como un efecto secundario más) arroja al espacio público la botella de agua vacía o los escombros de las reformas de su casa, porque no ve más allá de los límites de su patrimonio. Le resulta completamente ajeno pensar que otros sufrirán las consecuencias de su gesto irresponsable.

El campo de lo social queda así inadvertido, forcluido que diría Lacan; esta ceguera permite al individualista la connivencia con prácticas políticas como la corrupción, la mala gestión, la explotación del más débil, la censura, así como una belle indifférence, que hace al individualista -apoltronado en la atalaya de su sofá-, crítico con quienes no son como él, sospechando que se encuentran poseídos por otros inconfesables intereses, tan individualistas como los suyos.

Por último, pero sólo por necesidades de extensión, mostremos el más rotundo y peligroso de los efectos secundarios: la pasividad. Para movilizarse por otra cosa que no sean nuestros propios intereses es necesaria la presencia en nuestro mundo interno de los demás, así como la capacidad de simpatizar con sus circunstancias, su malestar o su dolor, por más que nos sean ajenos. En el interior del individualista sólo está él mismo. Los otros no existen, ni dentro ni fuera de él, luego no les ve; pues, como hemos señalado, percibe los principios que apelan a algo relacionado con los demás como irreales, y la acción no individualista es considerada, por tanto, incompetente, innecesaria o inútil.

La inutilidad de la acción social es una racionalización tranquilizadora, que comporta el beneficio de colocar la propia pasividad en los sistemas sociales, considerados tan inamovibles como él mismo, y alejarle definitivamente así del compromiso de hacer algo por cambiarlos.

Hay una relación directa entre la enfermedad individualista y la aparición y el grado de estos efectos secundarios. Podemos hacernos directamente el diagnóstico.

Lola López Mondéjar es escritora y psicoanalista.

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