Leo entra de vez en cuando a un pequeño comercio para refrigerarse. Son las cuatro de la tarde en Murcia y mataría por un botellín de agua.

Echa de menos las fuentes, sobre todo la de Santo Domingo, tanto para él como para su perro Bo, del cual nunca se separa ni un minuto. Un fantástico bobtail que por su forma de andar debe de tener ya algunos años. Leo lleva chanclas, pero no porque venga de la playa, sino más bien porque son su único calzado.

Viven a la sombra. Sin un maldito ventilador ni una casa que les dé cobijo. Y este sin duda está siendo uno de los veranos más calurosos que se recuerdan. A las cuatro de la tarde en Murcia no se encuentra ni un alma bendita: el termómetro marca los 40 grados, pero hoy al menos hay brisa. Entre calles inhóspitas y ausencia de ruido se hallan algunos mendigos cobijados por la sombra o sentados en algún banco, donde el sol cayó hace rato.

Pero hay quienes aprecian, por no decir soportan, este clima como buenamente pueden. La mayoría de ellos no tiene dónde regresar o quizá nunca tuvo un hogar. Son muchas las personas que pasan el verano en la ciudad por motivos laborales o limitaciones en el presupuesto familiar, pero hay otros, los sintecho, que lo hacen por una mera cuestión de supervivencia.

Sentado bajo el letrero de un banco se encuentra Leo. En su pequeña cajita de madera siempre reza alguna frase poética como ´La generosidad de Dios pagará´. «El verano en Murcia es cada año más peligroso y molesto, ¿qué será de nosotros en 500 años?» se pregunta.

Echa en falta el agua pública. «Antiguamente dependía del agua pública para mi perro, pero ahora tengo que comprarla», indica amargamente.

«Vivo gracias a la generosidad de los vecinos y la gente de los bares que me ofrece agua cuando la necesito. Yo no hago ningún mal a nadie».

Pasar un verano en Murcia es duro, añade Leo. «Cada año paso más calor y noto mucho la diferencia respecto al año pasado. De hecho, el pasado verano tuve dos lipotimias por el calor. Cuando los viejos de Alemania vengan aquí van a morir como las moscas», espeta con una carcajada.

´Summer is coming´, se podría decir, aunque a la inversa: «En invierno hay policías que ayudan aportando enseres, pero en verano no hay casi nadie. El agua la pagamos de nuestro bolsillo. Creo que no están por esta zona». Respecto a la comida, «tengo mucha suerte de que los dueños de un kebab cercano son alemanes como yo y me fían la comida», revela. «Son necesarias muchas horas para sacar dinero para sobrevivir. Se necesita bastante para comer algo o comprar un paquete de tabaco de vez en cuando».

«La gente no quiere oír la verdad. Somos esclavos de la obligación de tener dinero. Ya que las propiedades son de la gente, yo no tengo nada, pero soy feliz», asegura Leo. «¿Y qué hago para aguantar el calor? Pues entro de vez en cuando a un centro comercial para refrigerarme con el aire acondicionado».

En las Cuatro Esquinas se encuentra Pedro;o al menos, así dice que se llama. A muchos de ellos no les hace gracia que le pregunten el nombre, quizá porque haya muchas cosas de ellos mismos o de sus vidas que no quieren recordar. Pedro se pasa el día de sol a sol. Comenta que la vida en la calle es muy dura. De hecho, dice que «estando en la calle se pasa muy mal y falta mucha gente noble».

En el fondo de sus ojos azules, y digo el fondo porque hay que cruzarse varias veces la mirada para encontrarla, se ve reflejado el cansancio de un largo viaje. Conoce la calle como la palma de su mano y critica la falta de solidaridad. «Hace mucho calor y muchos de los bares que se encuentran abiertos son racistas; ayudan más a unos que a otros dependiendo de dónde seas». Pero Pedro sobrevive en la calle: «Para conseguir de comer vigilo un bar donde todo el año me dan el café gratis». Respecto a las rutas nocturnas de la Policía y la trabajadora social cuenta que en invierno sí las conoce. «En cambio, en verano no he visto a nadie. En invierno, los lunes, miércoles y viernes reparten mantan y otros enseres. Yo llevo 15 años haciendo la calle y en estos años ha ido más a negro que a blanco. Antes habían casas de comida que nos daban de comer pero alguna gente comenzó a faltarle el respeto al dueño y ya no nos daba de comer a nadie», comenta, desconocedor quizás de los comedores que ofrecen organizaciones como la fundación Jesús Abandonado.

«Me paso el día aquí, en las Cuatro Esquinas de sol a sol. Esta es la calle donde duermo todo el año. Nadie se acerca a preguntar; parece que somos parásitos», explica con ironía.«Juzgan a unos por culpa de otros y toda la gente desgraciadamente tiende a mirarte por encima del hombro, sin importarle absolutamente nada más», zanja Pedro.