La divina Providencia tenía reservado a España el destino más glorioso de todos y el de más trascendencia que en lo humano han conocido los siglos: descubrir un mundo nuevo.

El instrumento inicial para tan ardua empresa fue un señor llamado Cristóbal Colón. No se sabe con seguridad cuál fue el país natal del ilustre descubridor del Nuevo Mundo. Hay sólidos argumentos para pensar que nació en Pontevedra, pero los más de los autores le consideran natural de Génova. Aunque recientes estudios llevados a cabo por eruditos de la Cataluña independentista afirman, lógicamente, que lo hizo en Esplugues de Llobregat. Desde los veinte años se dedicó a la navegación. Convencido en la esfericidad de la tierra, realizó intensas gestiones en la corte portuguesa y en Inglaterra, donde no halló una favorable acogida. Fray Juan Pérez y fray Antonio de Marchena le animaron a solicitar la ayuda de los Reyes Católicos. A la reina Isabel, siempre tan solícita, la idea le pareció fenomenal y aceptó las condiciones de Cristóbal, siempre y cuando aguantara hasta la toma de Granada. Colón, por las Capitulaciones de Santa Fe, y sin poner un duro, era nombrado almirante, virrey y gobernador general de las tierras que descubriese. Un farol que le salió bien cuando con la Santa María, la Pinta y la Niña arribaron, con su personal desesperado, al archipiélago de Guanahaní tras sufrimientos sin cuento, pues llegaron a comer incluso ratas con mendrugos.

Miguel Sánchez López es un señor estupendo con unos ideales fantásticos. Le ocurre un poco lo que a Colón al querer llegar a las Indias orientales, pues don Miguel siempre ha tenido la ilusión, nada contenida, de llegar a presidente de la Comunidad. El señor Sánchez causa preocupación maternal entre las señoras que lo votan, ya que estas no saben a ciencia cierta si necesita gafas o no. Aunque la verdad es que, sin las antiparras, se asemeja una barbaridad al ilustre descubridor de América.

El señor Sánchez posee un aspecto muy continental. La cara se prolonga hasta un cuello que palpita con las emociones intensas. Un señor interesante, políticamente hablando -que es, como todo el mundo sabe, una temeraria forma de hablar-. Su cara es la expresión más cabal de cierta nostalgia de su pueblo, Caravaca de la Cruz. Sus ojos, siempre adelantados, le hacen aparecer como visionario, incluso expresan una mirada obsesiva. Su boca muy especulativa, carece de vida propia, dispuesta a afilarse con sosería ante cualquier manifestación de inútil retórica. Un señor fantástico e ilusionado que se desenvuelve en un mundo de lobos tendenciosos.