María Antonieta Josefa Ana de Austria, era una chica muy mona y de muy buena familia, su padre era el emperador de Austria Francisco I y su madre la emperatriz María Teresa. Papá la adoraba y todo su país de origen estaba embelesado con la belleza de la niña otorgándole todos los caprichos. A los doce años supo que sería la reina de Francia. Su madre se dispuso a hacer de ella una perfecta princesa parisina. A los catorce se casó con el duque de Berry, entonces delfín y futuro rey Luis XVI. Con el paso del tiempo María Antonieta se convirtió en una mujer frívola y voluble, de gustos caros que se dejaba rodear por una camarilla de cortesanos intrigantes. Ejerció una fuerte influencia sobre su marido, hombre débil; la reina ignoraba la miseria del pueblo, y con su conducta licenciosa, contribuyó al descrédito de la monarquía en los años anteriores a la revolución francesa.

María del Carmen Pelegrín, Maruja para los amigos no nació en la corte vienesa, lo hizo en Beniaján, vergel donde los haya, respirando el aire fresco de la huerta; esa brisa que huele a limón, azahares y alhábegas. La carrera política de Pelegrín es larga, debe de ser decana desempeñando un cargo oficial entre los de su partido: el Partido Popular. Su equilibrio y serenidad la han llevado a ser la número dos del partido, fue PAS, quien sorprendió a todos nombrándola secretaria general del mismo. Mujer seria y formal que devuelve las llamadas telefónicas y sabe llevarse bien con todo el mundo. Trabajadora y muy madrugadora, siempre ha sido de las primeras en llegar a su despacho municipal, desde los tiempos felices en los que gobernaba la ciudad el recordado alcalde Miguel Ángel Cámara. Ahora, como Delegada de Comercio, Organización y Relaciones Institucionales debe de sentir cierta nostalgia de aquellos días tranquilos cuando se gobernaba con mayoría absoluta.

La edil Pelegrín es licenciada en Ciencias Químicas, no como María Antonieta, que nunca supo coser un botón, inmersa en el desenfreno de la corte versallesca que ella misma modeló. Aunque ´La Austriaca´, como la llamaba la turba, supo conservar la dignidad y la nobleza cuando subió lentamente los peldaños del cadalso, fue la elegancia personificada y la entereza de una reina al redoble de los tambores, antes de que descendiera sobre su cuello la cuchilla y el verdugo mostrara su cabeza ensangrentada. Muerte a la que había sido llevada por la Revolución y su vida disipada.