No negaré la mayor. Sí, soy un cobarde y sí, soy culpable de todo lo que me queráis acusar.

Que no os engañen. No somos libres y nunca, jamás, podemos elegir. Yo no elegí mi vida. Yo no elegí no poder ser un niño. No elegí no recibir regalos. No elegí no tener juguetes y no elegí crecer en un hogar sin amor.

Cuando conocí a Laura supe que si había de casarme con alguna mujer, ésa sería ella. Laura me dio lo que nunca tuve. Laura vio en mí algo que nadie veía. Nadie me había mirado como ella. Nadie me había tocado así. Ningún beso se parecía a los suyos. Nadie tenía su voz. Nadie olía como Laura. Nadie como ella me hizo sentir valioso. ¿Cómo iba a dejarla escapar? ¿Cómo podía arriesgarme a perderla? Yo también hice cosas por ella. Dejé mi casa. Me trasladé a cientos de kilómetros por ella. Y no fue sino ella quien me dio la clave para retenerla a mi lado. Yo la necesitaba y eso me ataba a ella. Así pues, Laura debía sentir que me necesitaba.

Cuando quiso que nos casásemos, lo hicimos. Cuando quiso tener hijos, los tuvimos. Pero nadie como Laura me hacía ver el tipo de monstruo que yo era, que aún soy. Ella era la medicina y el veneno.

Yo era tan pequeño que solo podía usarla como escalón para elevarme. Ella debía sentir que me necesitaba, que sin mí no era nada, porque así y sólo así, lograría retenerla a mi lado.

Cuando llegaron los niños, ella se volcó. Era madre antes que otra cosa.

Al principio, esto me molestaba, pero pronto entendí que mientras fuese madre no sería presa de otros lobos, que mientras permaneciese en casa sería nuestra, de los niños y mía. Así comprendí que no debía trabajar, que no debía andar provocando con ropas que realzasen su belleza, que debía alejarla de malas influencias, que debía matar los pájaros de su cabeza. Mía, Laura era mía.

¿Quién va a cuidar de nosotros como tú, Laura? ¿Vas a dejar a tus hijos en manos ajenas? ¿Crees que salen las cuentas? Y así, Laura dejó su puesto de trabajo. Laura dejó de escribir, de pintar, de soñar. Laura se bajó de las nubes y pisó tierra firme, la tierra que yo afirmaba para ella.

Al principio, parecía feliz. Se sentía útil. Después aparecieron sus ojeras, su desgana, sus ganas de volar. Mala señal. Estaba triste, entró en depresión y eso me hacía sentir cada vez más furioso y asustado.

Laura tenía un don para ponerme nervioso. No prestaba atención a cosas que para mí eran importantes. Orden. Las cosas tienen su orden. Las cosas tienen una manera correcta de hacerse y Laura no parecía darle importancia a esto.

Que fuera divertido, le parecía más importante que estuviese bien hecho.

Las cosas tienen sus horas, su espacio y Laura esto no parecía entenderlo.

Los niños son un estorbo, no creo que nadie pueda negar esto. Pero Laura estaba ciega. Podía pasarse horas con los niños en brazos, descuidando otras tareas.

Y luego la puta familia. Su familia siempre por medio. Cumpleaños, reuniones absurdas, santos, «nos juntamos porque sí». Yo no tenía por qué pasar por eso. Y no lo hacía. Al principio, Laura se enfadaba, lloraba, suplicaba. Después fue comprendiendo que yo estaba en mi derecho de no acudir. Luego me di cuenta de que esas salidas familiares podían suponer un grave peligro. Ella me disculpaba, pero seguro que su gente malmetía, seguro que me tachaban de raro, seguro que indagarían, seguro que la alejaban de mí. Así que Laura y los niños dejaron de asistir. En casa tenían de todo. No había más.

Laura tenía el don de sacarme de mis casillas con ese buenismo absurdo, con esa sensibilidad tan insufrible y cada vez me molestaba más, ella y los niños.

Y un día cualquiera antes del verano, justo cuando detectaron la enfermedad de mi mujer, conocí a Nora. Nora era una mujer sencilla. No tenía la mente enrevesada de Laura. No tenía la cabeza llena de metáforas ni de castillos en el aire. Nora era una mujer como debe ser.

Así que por vez primera en mi vida, elegí. Me elegí a mí y si alguien puede culparme por eso, que lo haga.

Me fui. Fui a trabajar y no regresé. Intento no pensar mucho en Laura, en ese momento en el que viese que no llegaba del trabajo. Ella tendría mi plato preparado. Los niños estarían en el salón para no molestar y yo no llegaría.

No puedo decir que no acude a mi mente de manera recurrente. No puedo decir que no pienso, a veces, cómo evolucionará su enfermedad. No puedo decir que no sueño con ellos, pero, por primera vez, puedo asegurar que decidí por mí y que ese fue el mejor y el peor verano de mi vida.