Por mucho que le ponga positividad a mis pensamientos, la dura realidad nos coloca a cada uno en nuestro lugar. El año pasado los jugadores lloraban sin consuelo su eliminación en la segunda ronda de la fase por el ascenso en el Mini Estadi ante el Barça B y éste las lágrimas de impotencia y frustración llevaban un camino ineludible a transformarse en alegría y éxtasis. En el fútbol podría parecer que todo está más que medido y estudiado, pero en la mañana de ayer nos dimos cuenta que es un juego de seres humanos y, como tal, todo es susceptible de cambiar en un chasquido de dedos.

Monteagudo pudo haber estudiado mil variantes posibles de un final que beneficiara a su equipo. Una de esas probabilidades cobró forma conforme pasaban los minutos. Cada vez parecía más consistente y de hecho los aficionados albinegros presentes en las gradas del Cerro del Espino, atentos desde sus casas frente a la tele o en el Palacio de los Deportes de Cartagena preferían guardar la respiración para cuando llegara el minuto siete del tiempo añadido y explotar como hace tiempo que no se podía.

Los acontecimientos dictaron un final de fiesta que si bien cabía entre el abanico de posibilidades, nadie, por lo dolorosa que parecía, era capaz de imaginar.

Decía hace unos días el jugador Jesús Álvaro que el año pasado fue la primera vez que lloró por el fútbol y que esas lágrimas de tristeza debían revertirse y que los sentimientos fueran los opuestos. Ya tocaba, se repetían jugadores, aficionados y técnico. Monteagudo ha reivindicado con más fuerza que nunca que es el momento del Cartagena, pero también es su momento, por el que lleva esperando como entrenador tantas y tantas jornadas de fútbol, tantos días esperando para que el fútbol te dé una patada en el trasero y rompa en mil pedazos las esperanzas fraguadas en el convencimiento de que todo se ha alineado para conseguirlo.

Tras el encuentro vi las caras de los que a mi alrededor se encontraban. Muchos rostros pálidos, perdidos por la incapacidad para comprender que lo que estaban viendo era de verdad, que no era ese mal sueño de una noche previa al partido. No era un mal fario, no, era de verdad. Zabaco había metido con la cabeza el balón dentro de su portería a 30 segundos del final de un partido de entrega y derroche. El Rayo Majadahonda las sabía todas, o casi todas, por perdidas, pero no podía cejar en su empeño de buscar una carambola, una casualidad, un rebote o un mal despeje. Ahí encontró el camino, en una desafortunada acción. El equipo majariego fue ofensivamente hablando un rival inoperante, incapaz de encontrar salida arriba, llegada o disparo entre los tres palos. Tuvo que esperar un tropiezo, que también se dan, aunque menos -que se lo pregunten al portero del Liverpool el pasado sábado-, para dar un vuelco completo y pasar de la angustia al éxtasis.

Pues sí, esas caras algunas inconsolables mostraban el peor lado del deporte. Nada ni nadie puede consolar a la gente que vive y sufre el deporte así y luego se encuentra con un varapalo muy difícil de asimilar.

Me sorprendió, no obstante, que entre esas personas apareciera, de repente, Paco Belmonte, el dueño de la entidad, uno de los grandes protagonistas del cambio que está experimentando este equipo, para abrazar a todos los que andaban con la vista perdida. Uno por uno, animó a amigos y compañeros del club. Abrazó a cada uno aunque probablemente el que mayor desconsuelo pudiera tener era él mismo. Nadie sabe como él lo que se está jugando en esta fase por el ascenso. Probablemente le cambiaría la vida en un instante, pero ese maldito minuto 96 hizo que todo eso se esfumara.

Belmonte fue el primero en animar a los suyos. Aguantó con estoicismo la situación, actuó como paño de lágrimas de muchos y su discurso no se salió ni un ápice de lo que debe ser el de un representante de un equipo. Belmonte dio una lección de cómo debe actuar un mandatario con sentido de responsabilidad y justo es de reconocérselo.

Esta afición se lo merece todo. Cerca de mil personas acudieron al Cerro del Espino y engrandecieron con su presencia, su animosidad y su buen rollo a este deporte y a este club. Con aficiones como ésta los equipos no pueden desfallecer. Eso es, seguramente, lo que le pedirán a unos jugadores que lo están pasando mal ahora, pero a los que no les queda otra que levantar la cabeza y mirar al próximo domingo como única meta.

Este mal sueño debe quedar atrás, no hay más remedio que huir de él para estar a salvo de ese duro lastre. Ganar al Celta B es el único objetivo posible ahora.