El género humano, al ritmo que van las cosas, no sabemos si le queda mucho sobre la faz de la tierra, pero lo que sí sabemos es que cada hijo de vecino, por más que lo niegue, alberga en un su interior un incurable afán de transcender a su paso por el planeta. Nada más terrible que pensar que todo fue en balde y que el olvido es la única certeza a la que estamos abocados. El personal siempre ha querido dejar su sello en las piedras de las catedrales, en la firma de los lienzos, en la corteza de los árboles o en los muros de las calles. Pero, al final, de nosotros no queda nada. Ya sabemos, incluso, que se perderán todas nuestras fotos que creemos guardadas en los discos duros, en la nube y en todas las memorias electrónicas. Bastará el paso inexorable del tiempo, una pequeña descarga eléctrica o ausencia de ella para que todo se borre como un dibujo que hagamos en la arena de la playa o del desierto.

Llegará un día en que los museos terminarán de morir comidos por el moho y no habrá climatización controlada que lo impida. En el mejor de los casos, todo desaparecerá como 'lágrimas en la lluvia' y nada quedará de la vida y hasta la belleza se tornará en «tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada», que dijo el maestro Góngora. «Pasan los días, pasan las semanas, ni el tiempo que se fue, ni los amores vuelven» que escribió Apollinaire y tantos otros que nos han hablado de que apenas tenemos un momento para vivir, que nuestra vida es un suspiro y que hasta las estatuas de los poderosos serán cagadas por las palomas y, al final, derribadas.

Cuando somos conscientes de la fugacidad de la vida nos empeñamos en dejar huella que no se lleve el viento, nos volcamos en atesorar los momentos, pero nuestro esfuerzo es en vano. Vivimos en la época de la obsesión compulsiva por fijar el momento, por fotografiar miles de veces cada paso que damos, cada cosa que comemos o cada paisaje que casi ni miramos. Atesoramos miles de fotografías para las que nunca tendremos tiempo suficiente para ver reposadamente, como tampoco disfrutamos reposadamente de los caminos que recorremos, las ciudades que visitamos y de las personas con las que convivimos. Ninguna de esas fotos parará este río que inexorablemente va a dar al mar que todo se lo traga.

Buscamos nuestro minuto de gloria, al menos, y si una vez nos miramos en el espejo de los dioses, ahora miramos con envidia a los famosos, a los que nos gustaría parecernos porque los creemos eternos. Pero la fama, como las fotos, como las redes sociales... es también fugaz.

Los artistas hace tiempo que descubrieron que el único arte posible es el arte efímero, pues es el único que realmente es consciente de que la eternidad es imposible. El tiempo todo lo convierte en polvo, pero el género humano es un arma de destrucción masiva mucho más rápida. Destruimos el mundo, el medio ambiente, los animales, a nuestros congéneres y también el arte y el patrimonio. Miramos impasibles como caen las torres, por muy altas que sean, como se desmoronan los castillos y los templos, como los molinos, que un día fueron gigantes, se van diluyendo en el horizonte. Observamos impasibles la pérdida del horizonte y la desaparición de lo que nos legaron.

Solo nos queda dibujar en la arena o en la crema del café mientras hasta los poderosos se esfuerzan en construirse grandes mansiones con piscina y jardín y rápidos trenes que no van a ninguna parte. Nuestros líderes no marcan caminos nuevos, nos acompañan hacia el precipicio mientras ellos también se hacen miles de fotos y se enredan en sonrisas huecas, pero van a lo suyo, que es a ninguna parte.

En una servilleta podemos dibujar a quien nos acompaña en la mesa, incluso podemos dibujar nuestros mejores sueños y nuestras esperanzas. Arte efímero del que no queda nada. Cualquier cosa se puede escribir en una servilleta, incluso una carta de amor. Lo que no funciona es escribir un contrato en un papel tan débil. Al final es papel mojado?