Eran las 13.30 horas del segundo lunes de septiembre cuando pude observar una turba infecta de novatos universitarios, que desfilaban en fila de a dos. Serían unos 40 chavales, amantes del placer de la servidumbre, más seis o siete que hacían las veces de sargento bolilla. Entre sonrisas lacayas entonaban unos cánticos que les denigraba como personas, mientras paseaban por Cartagena ante la atónica mirada de los viandantes y de la aprobación por añadidura de la policía. Cubrían sus cuerpos con unos sacos de plástico, que les servían de escudo para no mancharse en exceso cuando los otros le triaban huevos, mostaza, ketchup, globos de agua y harina, a fin de ridiculizarlos y reírse de ellos. Además sobre sus frentes pintaban la palabra 'pollo' con rotulador e exhibían un cartel a modo de babero donde escribían el apodo por el que ser llamados, por ejemplo 'el pollo entusiasta'. Que según me cuentan, ese sobrenombre tiene su origen en que a uno de los sumisos le dijeron que realizara 15 flexiones y las hizo velozmente y entusiasmado, de ahí lo de pollo entusiasta.

Soy consciente de que esos súbditos y otros tantos otros, alegarán que no son novatadas con mala fe sino meros actos de bienvenida para conocerse mutuamente; sé qué dirán que de lo que se trata es de facilitar la relación de los nuevos alumnos con los veteranos para que se integren; sé que del mismo modo defenderán que lo que prevalece es la diversión y el buen ambiente; que yo no estoy en la honda y demás argumentos esgrimirán de contrario, si bien es cierto que ninguna de esas afirmaciones son verdaderas, ya que de lo que en realidad se trata es de proporcionar, de manera reiterada e intencionada, tratos degradantes, sometiendo a los chavales a una situación de humillación e indignidad, atentando contra su integridad moral y pudiendo provocar diversos efectos lesivos como complejos, estados depresivos, baja autoestima, estrés, terror, traumas, alteraciones fisiológicas, angustia, insomnio e incluso pudiendo llegar al suicidio.

Esto es lo que hay, en esta ciudad milenaria masificada incomprensiblemente de universidades (UPCT, UNED, UCAM, ISEN, UMU) más otras que de manera circunstancial sirven de apoyo (Internacional Méndez Pelayo, Universidad Popular, Internacional del Mar) sumado a lo de siempre: violencia, humillación, sexo, alcohol, música, fiesta y no hacer. La excelencia poco importa, ya lo advirtió Ortega y Gasset al afirmar que «en nuestras juntas de facultad se respira a menudo chabacanería, y cuando aún en días normales se cruzan esos pasillos y se oyen los gritos y se ven las gesticulaciones de los estudiantes, se va mascando todavía más la chabacanería». No existen departamentos de control en las universidades que persigan radicalmente este tipo de comportamientos, pese a estar prohibidas en los estatutos universitarios. Es una lástima, aunque más pena nos debe dar que la institución universitaria haya quedado reducida a una mera fábrica de especialistas desmoralizados y a grupos de chavales que desaprovechan la oportunidad que sus padres les han dado, en una España alejada de su cultura y en plena desintegración moral e intelectual.

Nuestro quehacer debe ser el solventar la crisis endémica universitaria que padecemos, misma crisis que ya fue anunciada en una conferencia magistral impartida por Ortega en octubre de 1930 titulada 'La Misión de La Universidad', donde el venerado catedrático explicaba lo que la institución tiene que ser y lo que debe conseguir, o sea «hacer del hombre medio, ante todo, un hombre culto, conocedor de las grandes disciplinas culturales, para situarlo a la altura de los tiempos, además de hacer de él un buen profesional y a ser posible posibilitarle la investigación científica». A lo que yo añado en mi revolución pendiente que debemos potenciar la excelencia, el mérito y la educación premilitar, volviendo, de alguna manera y por tiempo breve y determinado, al servicio militar (para hombres y mujeres y personas sin género) a fin de estimular el espíritu nacional y para potenciar valores como el honor, la disciplina, el sacrificio y el sentido del deber, amén de impulsar una educación moral e intelectual bajo los valores inherentes a la confesión católica mayoritaria, manteniéndose no obstante la separación Iglesia-Estado.