Imagino a Agustín Cotorruelo al alba, con una taza de café recién hecho, mirando al horizonte mientras camina muy despacio por la pequeña playa del fin del mundo. Le imagino dejándose acariciar por la brisa de ése lugar mágico en el que se abrazan los vientos de Levante y Lebeche, esperando a que un rayo de luz naranja destroce todas las teorías de las luces del océano. Le imagino tantos días seguidos sonriendo, guardando el secreto de la intensa felicidad de los instantes que no existen, que no es envidia, es admiración. Supongo que sería él, en algún momento de los setenta, quien descubriera dónde nace y se pone el sol sin que pase el tiempo. Allí mismo le contaría el secreto algún día al arquitecto Fernando Garrido. Y allí construyó una catedral de lo extratemporal, donde hoy se puede ir a sentir cómo hay minutos que no existen, todos los días, o al menos, uno cada verano.

Cotorruelo fue ministro. Fue también presidente del Atleti, entre otras muchas cosas. Y se casó con la mujer más guapa de España, decían, ni más ni menos que la murciana María Luisa Soubrier, camarera del paso de la Santa Cena de Salzillo. Pero nada de todo eso es comparable a su descubrimiento. A su legado. No imagino si alguna vez pensó Cotorruelo que aquellos atardeceres de la última semana de agosto en el confín de los mares de Murcia podrían ser sentidos por quien quisiera, a los pies de su estrambótica casa con forma de ovni. Dice quien le conoció que era un caballero de la amabilidad. Por eso le imagino, dónde esté, consciente de que construir aquel platillo volante en la playa donde se anda por el mar y los vientos se convierten en rayos de luz naranja, es un hito único.

Como heredero de esos atardeceres, aunque sea uno al año, hay que dar las gracias. Primero a Dios, que antes del Ovni aquello ya estaba allí, y luego a quien lo descubrió física y oníricamente, y lo hizo eterno con un toque digno de la brujería. Y a la gente de Collados Beach, por insistir en guardarlo con esmero, sin inundarlo de excentricidad, sonidos bomba, tatuajes y plásticos. Por no hablar del atún rojo, el pulpo especial, o la tartica de queso de la casa antes del baño en esa piscina encantada de aguas turquesa entre palmeras, burbujas de sal y los mejores amigos. Llega el sol al Mar Menor, y la casa de la Encañizada se agranda entre colores únicos, las palmeras, la arena blanca, las crestillas de los mares y entonces nada existe, hasta que el sol desaparece€ Seis años después, el último atardecer del verano, brindo por Cotorruelo, y trato de imaginar las diferencias entre el paraíso y lo que debió ser aquel lugar remoto hace cuatro décadas. ¿Conoces El Ovni? Vale.