En sus brazos, los bordes de la media túnica repetían, con sendas cenefas bordadas encima del paño, la greca de abajo, aunque en menor tamaño. Sus piernas, hiladas, eran por las ataduras de sus sandalias, en cuero rojo de buey.

La frente mostraba blanca cinta, con la que recogía su negra cabellera. Todo en su porte era noble y bello como el de un semidiós. Calypso lo miró con arrobo y apenas se sentó; acudió tras él a ofrecerle, amantísima, un vaso de vino con miel por ella misma preparado.

Aceptó Odiseo la entrega de la ambrosía, y tras mojar apenas sus labios en ella, preguntó a Yigal, con amable interés de anfitrión:

-¿Y cómo fue que embarrancasteis, fenicio?

-Nos dirigíamos a Gades, -contestó el mentido mercader de Biblos- con cargamento de tejidos ricamente teñidos y bordados, para la corte de Tartessos.

Ya dispuesto a escucharle, Odiseo bebió grande trago de su cratera, como dando a entender que aguardaba el relato.