Dejando fuera aquellos viajes en auto stop que hicimos Santiago Delgado y yo hasta recorrer todo el perímetro nacional y pasar, como es lógico, al borde del Cantábrico, llegándonos hasta el viejo Bilbao, he cumplido la ruta Murcia-Bilbao con cierta frecuencia; muchas veces por asuntos profesionales, las otras, la mayoría, haciendo memoria de la vida y obra del pintor Antonio Gómez Cano.

En la primera ocasión hice el viaje en un día tan solo para ver el Planes del Museo de BB AA de la capital vasca. Tomé cuatro aviones en el día, desde Alicante, para conocer la escultura del maestro de maestros. Pocos años los míos y muchas ganas de conocer, vehemencia juvenil. Mas adelante contaré los años en Bilbao de Gómez Cano, solo apuntaré ahora que heredé el listado de los coleccionistas de su obra en el País Vasco.

A la muerte del pintor, olvidada por su enfermedad su compañera, Carmen Bilbao (Menchu) en Madrid; incautada de toda obra del pintor (el artista siempre me dijo que las acuarelas que conservara a su muerte serían para Carmen) a excepción de un retrato al óleo: Menchu junto a la ventana y enterada de la muerte del maestro y compañero, por una llamada de Francisco Flores, que fuera amigo entrañable, Menchu cerró la casa-estudio de Madrid y marchó a Bilbao. A su casa desvencijada y familiar que había dado tanto cobijo al murciano en los sesenta y donde pintó el retrato que digo, frente a una ventana que da a los montes de Archanda.

Este viaje a Bilbao que continúo contando lo hice con mi hijo Juan Pedro, entonces estudiante de Arquitectura en Madrid. Él llevaba el Guggenheim en la cartera de sus ilusiones; el santuario de arquitectura contemporánea y el contenido de la oferta plástica de vanguardia. Lo que Bilbao había pensado para revitalizar la ciudad y mucho más; redimir su imagen dura, de tierra extraña. Y allí lo vimos y nos asombramos en la medida de la gran novedad que representaba.

El otro monumento en nuestra visita, el humano, era encontrarnos a Carmen Bilbao. Le llevábamos un par de frutales para la pequeña huerta que rodeaba al caserío, que seguía rezumando la misma humildad de siempre, si acaso no cabe más. Esa mujer fuerte, de calcetas, de manos de albañil, como las de la Madre Teresa de Calcuta; guardando las distancias y los fervores. Mujeres al fin y al cabo amantes de lo sencillo y humano. Fue una jornada memorable para retrotraernos a cuanto habíamos vivido. Subimos al viejo restaurante en Archanda, de la familia de Carmen, donde ella y Antonio se conocieron, cuando ella servía incondicionalmente y con amor, su mesa. La mesa del pintor de Murcia, de cabellos plateados y gran bigote.