Tenía previsto incluir en esta edición los recuerdos madrileños de una época en la Transición política. Quizá más adelante, con más verano sobre las espaldas, pero el triste acontecimiento de la muerte de Javier Krahe, el histriónico cantautor, el rebelde urbano, el irónico y soñador, ha adelantado mis propósitos.

Por lo menos respecto a La Mandrágora, ese sótano madrileño del barrio de la Latina, en la Cava Baja, que reunía a una buena parte de la progresía de los 80; y allí, en aquel local se reunían sin más el primer Joaquín Sabina, llegado de Linares; Alberto Pérez y Javier Krahe, el Brassens español, sin duda. El que saboreaba la burla y la poética canalla a la manera del gran francés.

De aquellas noches, no sin alcohol, nació el disco conjunto de los tres artistas; dicen las crónicas de la música contemporánea que fue en el 81 su edición comercial. Allí, a La Mandrágora, íbamos en noches abiertas porque siempre alguien decía aquello tan conocido de «la noche es joven». Envejeció la noche, el universo, los cantautores y el público y los consumidores de libertades.

Krahe era un espécimen lógico; fue un niño ´pilarista´ y si un ser de sus capacidades ideológicas cae de niño en semejante inicio, lo normal en gentes de talento, es la reconversión absoluta de su exterior y de su interior. Y así fue en el caso del artista que fue derivando hacia su propia identidad musical sin dejar de sorprendernos en cada disco „de vinilo„ un poco más. Los caminos de Sabina y Pére, en la música no volvieron a juntarse si no se tienen en cuenta los ecos que hay de cada uno en los otros.

Zahara de los Atunes, la lujuriosa y gaditana población ha visto morir a uno de los protagonistas de aquel humo embriagador de un tiempo nuevo; de la apertura del continente español que quería cantar sin complejo. Krahe lo hizo con potente esencia libertaria, cantó temas que son, hoy día, himnos de una generación, incluso de dos o de tres. Porque de todo ello hace muchos años.

Ha muerto el madrileño en esa plata de pez, de atún fresco, que es donde vivía y amaba la vida aunque en apariencia, solo en la figuración, pareciera que era un ser revenido, angustiado. Nada de eso. Encontró, por encontrar, y pronto, la felicidad conyugal y la libertad de poder gritar su voz de carraspera ácida, de revolucionario en paz consigo mismo y con los demás. Apena la vida corta; su edad, a estas alturas, 71 años, es poco camino para un caminante como él, necesario para el conjunto de paseantes con ambiciones de solidaridad. Nos vemos, donde tengamos que vernos, maestro; en el limbo, no, que lo cerraron sin dar explicaciones.