Opinión | Tribuna Libre

Andrés Pacheco Guevara

Todos en pelota

Leonard Beard

Leonard Beard

Lo que voy a contar no es un pasaje de una película porno, ni una obra de teatro moderno, o una ópera actual en donde el fracaso de público y crítica está asegurado si no hay escenas con gente completamente desnuda, aunque se trate de una ‘adaptación’ de una obra de Calderón de la Barca o de Verdi. Se habla de algo más pragmático, como lo es una anécdota judicial.

Allá por los primeros ochenta del siglo pasado, el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción de la ciudad almeriense de Vera conocía de un pleito sobre delimitación de fincas, y ambas partes solicitaron la práctica de la prueba de reconocimiento judicial del paraje conflictivo. Este medio de acreditación consiste en que el Juzgado visite la zona, indicando el art. 353 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, que se acordará cuando para el esclarecimiento y apreciación de los hechos sea necesario o conveniente que el tribunal examine por sí mismo algún lugar, objeto o persona. Es lo que en el ámbito penal la Ley de Enjuiciamiento Criminal denomina en su art. 326 inspección ocular, útil para la comprobación del delito y la averiguación del delincuente.

Pues bien, señalado el reconocimiento para las 11 horas de un día de mediados de julio, allí nos presentamos quien esto escribe, que era entonces titular de aquel Juzgado, el secretario judicial, los abogados, los procuradores de las partes contendientes, y los técnicos designados como peritos para el asesoramiento sobre el terreno a la comitiva judicial.

En total, un grupo de ocho personas vestidas convenientemente para la ocasión, esto es, todos con traje oscuro y, por supuesto, corbata. Como se hacían antes estas cosas.

Como es de suponer por la fecha, hacía un calor insoportable y, no obstante, recorrimos a pie gran parte de la extensión de una y otra finca, la del demandante y la del demandado. Cada uno de los intervinientes desarrollaba su función: el juez observando, el secretario levantando acta, los abogados tratando de convencer al propio juez de que la razón asistía a sus clientes, los procuradores presenciando la diligencia en representación de las partes y los peritos asesorándonos. Cada uno a lo suyo, como debe ser.

Acabada la faena sobre las 13:45, todos estábamos sudando la gota gorda y, por supuesto, absolutamente sedientos. Fue entonces cuando alguien dijo que cerca de allí, tras blincar una ligera elevación del terreno que deba a la playa, había un chiringuito donde podríamos descansar y tomar unas cervezas para saciar la sed y reponernos. Y allá que nos dirigimos esperanzados.

Pero lo que no nos dijo el lugareño fue que, al ser aquella playa de las primeras nudistas que se autorizaron en España, el chiringuito allí abierto también lo era. Y se produjo una enorme sorpresa mutua al acceder al local entre los que llegábamos y quienes allí se encontraban. Detrás de la barra había dos chicas y, en el otro lado, tres filas de clientes, la inmensa mayoría también jóvenes, unos y otros en pelota viva.

El impacto fue brutal, pues los integrantes del Juzgado y de la Curia no habíamos estado anteriormente en un sitio igual, y los que allí se encontraban no podían imaginar que tanto tío siniestramente vestido quisiese compartir con ellos unas cañas. Algún guiri incluso salió al exterior buscando la nave de la que presumía que habíamos descendido, pues pensó que éramos seres de otro planeta.

Pero lo bueno fue cuando una de las jóvenes que regentaban el bar nos indicó que de servirnos nada, que si queríamos beber algo, tendríamos que desnudarnos todos completamente, como estaban ellos.

Y fue el secretario judicial, a quien por su simpática voz, le llamábamos ‘la vieja’, quien le manifestó a la criatura lo siguiente: «este grupo es judicial, el juez no se desnuda y, si se enfada, no solo tampoco se desnuda ninguno de nosotros, sino que todos vosotros os vestís». Entonces, intercedí y logré negociar que, sin que nadie se desnudase, íbamos a estar allí solo un cuarto de hora, porque veníamos asfixiados, y después nos marcharíamos y los dejaríamos tranquilos.

Y así fue. Un par de cañas cada uno y a la calle.

La historia no da para más, pero la recuerdo con nostalgia, porque aquello vino a plasmar en la realidad cómo siempre la sociedad se adelanta a las instituciones y son estas las que terminan adaptándose a esa nueva realidad: las dos Españas, la tradicional y la moderna que ya se alumbraba en esa época, chocaron frontalmente, pero finalmente se conciliaron en beneficio de la convivencia.

Aquel día pudimos contar en nuestras casas la curiosa experiencia vivida en una mañana de trabajo a todas luces fuera de lo normal, pero divertida y, a la postre, satisfactoria.

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