El retrovisor

Surcos

Todo nos parece difícil de afrontar, todo es subversivo y contradictorio en un mundo dominado por la tecnología, tanto, que nos hace olvidar las raíces profundas que nos unen a la tierra

Después de la labor en la huerta de Murcia. 1961

Después de la labor en la huerta de Murcia. 1961 / Archivo TLM

Miguel López-Guzmán

Miguel López-Guzmán

Quizás todas las generaciones han creído que su tiempo era el peor tiempo de todos. Tenemos la vanidad de pensar que nuestros antepasados no sintieron ese desagradable anhelo que ahora llamamos angustia. Si leemos libros que reflejan las costumbres y los afanes del pasado, veremos que, en cualquier época, los hombres han vivido con la dramática incertidumbre de acabar un mes y empezar otro. «La vida se va poniendo difícil» se ha dicho en cualquier tiempo, y tan solo los viejos, cuando vuelven la vista atrás, viendo el pasado con ese azul que tiene el horizonte en lejanía, pensamos que aquella vida fue más risueña, aunque no fuera fácil.

Todo nos parece difícil de afrontar, todo es subversivo y contradictorio en un mundo dominado por la tecnología, tanto, que nos hace olvidar las raíces profundas que nos unen a la tierra. Nadie para valorar la vida como las gentes del campo, ellos, que ven transformarse lo que fue semilla en frescos tallos verdes que serán sustento de muchos.

Un mundo altivo que ningunea a la agricultura en la España rural, a la Murcia huertana, en la que la zarpa de la avaricia no regatea a la hora de conseguir pingües beneficios a costa de quienes doblan su espalda día tras día, de sol a sol.

Toda ayuda a los agricultores es poca en un país eminentemente agrícola que goza de los favores de la naturaleza desde que el hombre dejó de ser nómada. Malos tiempos corren para el sector primario, en unos días en los que habrá jóvenes que piensen que la leche nace en el ‘tetrabrik’, que las pechugas de pollo nacen deshuesadas y los tomates en las góndolas de los supermercados. Pues no, aún hay que tirar del arado por muy mecanizado que este sea.

Huertanos, labradores, ganaderos, pescadores que dependen en gran parte de la meteorología, generación tras generación en la mayoría de los casos, ven su esfuerzo ninguneado ante precios ridículos por una producción que el consumidor pagará de forma abusiva debido a intermediarios y a aquellos que con sus grandes empresas imponen la economía de mercado en una Europa que abre las puertas a otros países en clara competencia desleal.

Cada día desde muy temprano el arado abre y remueve, incansable, la tierra. El sol, las estrellas y los gallos son los relojes del campo y ellos indican el momento de comenzar la labranza, de comenzar la labor que alimentará a soberbias poblaciones del mundo urbano ante la indiferencia de quienes tienen la obligación de velar por quienes componen el denominado sector primario.

Gentes que viven pendientes del agua vivificadora que riega los campos, la misma que pagan a precios abusivos, merecen unos salarios y precios dignos por sus productos. Acertada pancarta la que hemos podido ver en las manifestaciones que están teniendo lugar en toda España: «Nuestro final, será vuestra hambre». Productos nacionales de primera calidad relegados ante la compra a países extranjeros, burocracia y como siempre la avaricia de unos pocos que olvidan a quienes trabajan los campos y a los propios consumidores. 

Ayudas al sector que quedaron estancadas en el tiempo cuando se habla de la España vaciada, debido a la incompetencia de políticos de aquí y de allá. Las gentes del campo, de la huerta, de la mar, precisan de la solidaridad de todos.

«Arar es grande favor», escribía Lope. Sí, ayudando al campo ganamos todos. 

Hoy como ayer, el que no ara, no recoge.

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