Las horas
Ejercicio de caligrafía
Caí en la trampa como el pardillo que soy. El ordenador me puso un mensaje de que debía reiniciarse para terminar de instalar no sé qué cosa (esas cosas suyas incomprensibles, internas, arcanas) y yo, incauto, pulsé aceptar. Después de veinte minutos de espera (la vida es eterna en cinco minutos, nos enseñó Víctor Jara, imagínense el alcance de cuatro eternidades), tomé un papel y un bolígrafo de los que tengo siempre sobre la mesa y me puse a escribir a mano. Hacía mucho que no escribía a mano una columna. Que yo recuerde, desde el siglo pasado, cuando un apagón me hizo volver a la versión amanuense del oficio mientras la compañía eléctrica se tomaba con calma la reparación de la avería.
Quizás por la falta de costumbre comencé la escritura apresurado, como quien, más que escribir, tomara notas al vuelo. Pero poco a poco me fui serenando y empecé a trazar más despacio las letras, dibujándolas, como dije hace tiempo en aquel poema: «Escribo una palabra letra a letra,/ despacito,/ me esmero en su dibujo como si,/ todavía,/ don Aurelio me estuviera mirando/ y moviese, conforme, la cabeza./ Esa palabra, su signo,/ invoca lo que no esperaba hallar:/ las hundidas espinas,/ el mar y la caldera,/ el germen del azul,/ la luz que da el silencio./ El poema es, sobre todo,/ un ejercicio de caligrafía».
No hace mucho, apenas unas semanas, hablaba con la escritora Rosa Ribas sobre esto mismo. Ella tiene la costumbre de manuscribir sus novelas. Y a lápiz (es, como yo, zurda, y ambos pasamos la mano sobre lo escrito, emborronándolo y manchándonos). Pero eso no es lo importante. Lo importante es que sabemos (estábamos de acuerdo en esto) que escribir a mano permite un instante de reflexión mayor que la escritura con el teclado, sobre todo si sabes mecanografía, disciplina que mi madre se empeñó que aprendiera a los ocho años.
Así que, por culpa de las necesarias actualizaciones de las entrañas de mi ordenador, esta columna es un ejercicio de caligrafía escrito con esa línea que a veces uno olvida que es imprescindible y que Teddy Bautista reflejó tan bien: «Padre, hoy daría lo que fuese/ porque mi mano y mi mente/ sean capaces de sentir lo que una escribe/ y escribir lo que otra siente».
Yo lo que quería era escribir una columna navideña, acaso solsticial, hablar de esa tradición, tan antigua como la humanidad, de conmemorar que el sol se para al entrar en el invierno, justo antes de comenzar su camino hacia la plenitud alargando los días y acortando las noches. Yo quería escribir también de la memoria, de cómo en estos días se me vienen encima los recuerdos de los que ya no están pero siguen viviendo entre mi mano y mi mente en cada columna, en cada poema, en cada ejercicio de caligrafía.
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