Achopijo

Feliz Navidad, siempre

Hoy solo intento encontrar en mis hijos, en mi familia, en toda la gente que quiero, esa capacidad para tener bien adentro todo lo que supone el amor por quienes están en tu vida siempre, aunque no estén. Feliz Navidad a todos

Chad Madden / Unsplash

Chad Madden / Unsplash

Yayo Delgado

Yayo Delgado

La alfombra del salón de casa de mis abuelos Antonio y Pilar era gigante. Ocupaba todo el suelo, desde el mueble de la tele hasta los sofás. En un armario al final del pasillo, junto al comedor donde cenábamos en Nochebuena, estaba la caja de los juguetes. Dentro de la caja había otra cajita pequeña en la que había una colección de dados. Había por lo menos veinte dados, de diferentes colores y tamaños, de juegos antiguos de mis tíos, que habían acabado allí. Llegábamos los primeros, casi a media tarde algunos años. La casa olía a guiso, a zanahorias pochadas y a piñones fritos. Mi abuela me recibía en la puerta y me daba cuatro besos sonoros muy fuertes en la cabeza, mientras me apretaba contra ella. Recuerdo el tacto y el olor de su bata, cubierta por un delantal. Me llevaba de la mano hasta el comedor, antes de ir al salón, antes de dejar el abrigo, y me enseñaba ‘La Bandeja’. Un alarde exquisito de turrones, mazapanes, polvorones, peladillas y fruta escarchada, y me decía que podía coger una cosa. Casi siempre cogía un trozo de turrón de chocolate y un mazapán.

Antes de que viniera todo el mundo, cogía mi cajita de dados y me ponía a jugar a uno de mis juegos preferidos de mi niñez. La alfombra tenía unos caminos marcados, casi como un laberinto, que tenían dibujos que perfectamente se podrían identificar como casillas de un juego. Los dados eran ciclistas. Los tiraba y sumaban las casillas que salían, y así iban compitiendo. Siempre ganaba un dadico pequeñísimo, amarillo, con los números en negro. Era mi preferido. Aquel dado llegó a ser un ídolo. Supongo que incluso aprendí a tirar el seis con aquel dado. Así, empezaban mis Nochebuenas. Luego iban llegando primos y tíos, y la casa se convertía en un jolgorio. La bandeja venía al salón y mi abuela me guiñaba un ojo, porque yo ya la había catado el primero.

La estufa, en una esquina del salón, iluminaba muy tenuemente el rodapíe del grandioso mueble de la tele, donde se veía ‘Telepasión Española’. Se oían petardos, y salíamos al balcón de la Avenida de la Constitución, a ver cómo pasaba gente cantando y gritando y tirando petardos. Sentarnos a la mesa era un reto, que al final siempre conseguíamos. Durante la noche, mis tías y mi abuela se acercaban y sin mirarme a los ojos me apretaban la mano y me daban una moneda de 500 pesetas, que fue creciendo a medida que iba dejando de jugar a los dadicos. Y después de los entrantes y de las preguntas por el curso y las novias, el Murcia y las notas, llegaba ‘El Pavo’. Un delicioso guiso de pavo con patatas y frutos secos que hacía mi abuela y que para mí fue el gran antecesor de mi gusto por la gastronomía. No he vuelto a probar un plato así, y no creo que sea posible. Aquel sabor quedó allí, en aquellos recuerdos de Nochebuena que son imposible repetir. Ahora, hoy, solo intento encontrar en mis hijos, en mi familia, en toda la gente que quiero, esa capacidad para tener bien adentro todo lo que supone el amor por quienes están en tu vida siempre, aunque no estén. Feliz Navidad a todos. Vale.

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