Aire, más aire

El lechero

Imagen 9 lechero006

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Miguel López-Guzmán

Miguel López-Guzmán

Solían llegar bien entrada la tarde, aunque en verano parecía que llegaban antes al ser los días más largos. La figura del lechero, igual que la del panadero a domicilio forman parte de la vida doméstica tradicional, profesiones prácticamente desaparecidas.

El lechero ponía o cerraba las calles. Fue cuando la leche no era pasterizada, ni envasada, ni desnatada, ni siquiera semidesnatada con calcio o no. Entonces la leche era eso, simplemente leche. El hombre que la llevaba a los hogares era el lechero, aunque había casos en los que también proveía de huevos de gallina (lo matizo porque hoy en día nunca se sabe).

Si uno se fijaba bien, la etapa del desarrollo económico español iniciada a mediados de los cincuenta la podemos apreciar con tan solo seguir la evolución vital de un lechero. Los lecheros normalmente iban en bicicleta en sus inicios con tres cántaras de metal, la medida y la cetra, luego pasaron a la motocicleta Sadrián o Montesa y de ahí a la pequeña furgoneta o al vehículo particular hasta que llegó la reglamentación alimentaria que prohibiría su reparto a granel.

El lechero despedía un olor singular, algo así como a forraje con Heno de Pravia y fue parte inolvidable del hogar al que siempre acompañó una frase maternal: «¡Cada vez la traes con más agua!». Al igual que se exigía la indispensable ‘chorrá’ de obsequio. La leche se hervía para evitar males y fiebres. En ocasiones se cortaba convirtiéndose en cuajada previo colado para apartarle el suero, lo que hacía que se convirtiera en demandada golosina tras mezclarla con azúcar.

En mi caso particular siempre vi a Antonio, el lechero de mi casa como una persona entrañable y al mismo tiempo como un asesino sin escrúpulos ya que se le asignó la indigna misión de dar muerte al pavo o al capón en los días navideños. Lo hacía estrangulándolos con la caña de la escoba contra el suelo sin demostrar ninguna piedad. Inolvidable aquella pascua que después de desplumar al pavo y meterlo en la olla salió corriendo como ave poseída que llevara el diablo. Un sonido seco y sórdido acompañaba el golpe en la nuca a los pobres conejos, lo que hizo que viera a mi lechero como un cruel verdugo el resto de mi vida y nunca probara el conejo.

La aparición súbita del lechero solía poner fin a los romances en el portal, a aquellos besos de despedidas interminables que se rompían con la aparición del proveedor lácteo que esbozaba una sonrisa guasona al ser sorprendida la pareja absorta en su romance de amor y ternura.

El lechero, al marchar, cerraba la puerta, la que nos aislaba del mundo, dejándonos en la intimidad y la paz del hogar. Claro, eran otros tiempos.

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