La mirada del lúculo

¡Otra de gambas al ajillo, marchando!

Hay quienes se refieren a las gambas como 'crustáceos 360', debido a que sus ojos giran completamente hasta obtener una vista panorámica. Se cree que es así para vigilar mejor la cabeza, que es donde tienen a su vez el corazón

Gonzalo Pañeda.

Gonzalo Pañeda. / Ilustración de Pablo García.

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

En la sencillez se encuentra muchas veces la dificultad. Sucede en la cocina con preparaciones que aparentemente son simples y, en cambio, entrañan cierta complicación si se trata de culminarlas con éxito. Sin ir más lejos, freír un huevo como merece. Las gambas al ajillo son otro ejemplo palmario de ese desafío que plantea la sencillez, puede que en parte por eso me resulten tan agradecidas. 

Adoro las gambas al ajillo como la quintaesencia del muestrario múltiple y diverso que ofrecen las tapas españolas. Las quise de niño cuando las comía en aquellas barras familiares de bares con reminiscencias madrileñas; más adelante, ya en Madrid, buscaba las de La Casa del Abuelo y otras con tradición y míticamente ensalzadas. Me ha venido a la cabeza El Abuelo, una taberna centenaria, en la actualidad con varias sedes, pero existen otros muchos lugares que adquirieron fama gracias a las gambas, el ajo y el aceite. Igual que otros forjaron su pequeña historia con las patatas bravas o los boquerones en vinagre. En La Casa del Abuelo -inicialmente La Alicantina de las rosquillas y el vino dulce, en la calle Victoria- tengo entendido empezaron a cocinar las gambas en la plancha y luego cambiaron de receta. Pero todo el tiempo cuidando los tres ingredientes: la gamba blanca, el ajo y el aceite de oliva. Sin dejar de prestar atención al cuarto elemento opcional, que es la cayena. Ocasionalmente, el perejil.

Lo primero es la materia prima. Gambas blancas frescas de Huelva, preferentemente; ajos en condiciones, no secos, y un buen aceite, ideal si procede de la primera presión en frío. Es muy importante la temperatura a la hora de sumergir el marisco para que no quede como un neumático o un corcho; que el ajo no tueste excesivamente y se queme; también hay que cuidar el temple de la loza en el momento de servir las gambas. Y olvidarse de la cazuela de barro. Por mí, mejor en sartén. La cerámica es lo tradicional, pero mantiene demasiado el calor y a veces, no siempre por supuesto, aporta olores y sabores indeseables. 

Dicho todo esto, unas buenas gambas al ajillo requieren cierta mano y presteza, que los comensales aguarden el plato en la mesa para comerlo recién servido mientras pilpilea. Además es necesario un buen pan, porque si algo no solo está permitido sino que resulta recomendable es hacer barcos en el aceite impregnado

La mejor versión actualizada de las gambas al ajillo que conozco, todo un hallazgo gastronómico, es la de Gonzalo Pañeda en el restaurante gijonés Auga. Pañeda y su socio Toni Perez (maestro en la sala) son devotos de la calidad en la materia prima. Gonzalo se inspira en el producto y de él obtiene, por medio de la técnica y el acierto en los puntos de cocción, los mejores resultados, con el máximo respeto y sin tener que disfrazarlo abusando de los ingredientes. Digamos que toca poco y de forma virtuosa. El otro día tuve la suerte de comer allí unas gambas al ajillo pletóricas de sabor, sin el ajo nadando en el plato y sí, en cambio, una emulsión perfecta del aceite con el jugo de las cabezas. Toda una belleza en cuanto a concepto y a esencia. 

Hay quienes se refieren a las gambas como crustáceos 360, debido a que sus ojos giran completamente hasta obtener una vista panorámica. Se cree que es así para vigilar mejor la cabeza, que es donde tienen a su vez el corazón. Las antenas y los bigotes les resultan útiles para mantener el equilibrio, oler y detectar alimentos. Gambas blancas y rojas. Las tenemos de los dos colores. 

Si buscamos carnosidad, en el caso de unas buenas gambas al ajillo, la mejor elección es Huelva. También las podemos encontrar en Cantabria, donde compiten con las de cristal. Me olvidaré conscientemente de la arrocera. La gamba roja es, de Palamós a Garrucha, un monumento gastronómico; en la boca equivale a una explosión de sabor marino con una concentración de yodo y sal inigualables. Pero requiere una especial atención. No hay que perturbarla demasiado y sí portarse con ella delicadamente. Basta con cocerla lo más pronto posible para evitar que la cabeza, que carece de conservantes, se vuelva negra y hacerlo, además, de manera muy leve para que no endurezca. Las gambas, por lo general, rojas o blancas, no soportan demasiado bien el calor, enseguida se convierten en piezas recauchutadas. Particularmente, las prefiero levemente cocidas con un hervor en agua salada, aunque a la plancha vuelta y vuelta, sabiendo controlar el fuego, tampoco están mal. El contraste de los jugos dulzones que desprende la cabeza, al chuparla, con la sedosa y suculenta salinidad de la carne de la cola es extraordinario.

Pero yo quería esta vez hablarles de las entrañables y castizas gambas al ajillo, cuyo sentido evocador pude recuperar en Auga gracias al poder de transformación de la cocina cuando se aplica como es debido.

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