De cine

Señales desde el nuevo mundo

Atardecer en Detroit.

Atardecer en Detroit.

Los viajes de trabajo comienzan a ser una montaña gigante. Yo siempre me he enfrentado a este tipo de desventuras con la ferocidad de quien cruza por primera vez los Pirineos, como si esta forma encubierta de dar tumbos por el mundo fuese tan apasionante como pasar una semana recorriendo las grandes avenidas de Nueva York o descendiendo el Amazonas en canoa con un séquito de indígenas pisándome los talones. Sin embargo, últimamente, cada vez que me subo a un avión y me visto de George Clooney en Up in the air, tengo la horrible idea de que me va a partir un rayo y que no voy a volver a ver a mi familia. Otro daño colateral de ese estado sentimental que es la paternidad del que nadie me había hablado.

Estas líneas me pillan en un hotel a un par de horas de Toronto. Antes, pasé unos días en Michigan, muy cerca de Detroit, la ciudad de los Bad Boys y otros horrores menos aplaudidos. No sé si han estado por allí. Aquello parece un planeta abandonado, lleno de muertos vivientes y rascacielos devastados. Pero reconozco que hay una cierta belleza en sus calles bañadas por el rio que sirve de frontera con Canadá, como si uno de esos murales de Diego Rivera que cuelgan de las paredes del Detroit Institute of Art se hubiese quedado a medias. Pobres criaturas, no he visto tanta depravación en fila india en todas las millas recorridas hasta la fecha.

Estos viajes son, por otro lado, agotadores. El tiempo se mide en reuniones, análisis de piezas, planes de trabajo y todo ese tipo de promesas incumplidas. Yo solo encuentro algo de sosiego a todo este apocalipsis industrial refugiándome en el cine. Aún ando dándole vueltas a las películas que vi en el avión. Tomates verdes fritos me pareció hermosa por momentos, aunque, eso sí, con ciertos baches propios de estos melodramas sureños. El imperio de la luz, el último trabajo de Sam Mendes, me ha resultado espantoso. No dejo de pensar en la oportunidad que se le ha escapado al ilustre cineasta inglés al que tanto admiro. Ese cine tan brillantemente iluminado y ese elenco de actores con Olivia Colman a la cabeza necesitaba de una historia menos retorcida, quizás, algo más corriente y cercana al ser humano.

Aunque quien verdaderamente me está salvando la vida es Jaime de Armiñán. Hace unos meses cayó en mis manos El cine de la flor (Nickel Odeon, 1993), un libro extinguido que recoge muchos de los artículos que el director publicó en ABC, allá por los años 90. Cada noche, antes de que las fauces del jet lag terminen por devorarme, me zampo dos o tres de sus entregas como si se tratase de uno de esos dry martinis que tanto celebra su autor. 

Con El cine de la flor descubro que Jaime de Armiñán es posiblemente, y por encima de sus logros cinematográficos, un escritor extraordinario. Sus páginas son una travesía por las pequeñas cosas que hacen mejor el paso por la Tierra. Allí encontrará, hipotético lector, veranos abrasadores por la Gran vía madrileña, el calor de las Navidades con títulos recién horneados colgando de las carteleras, o una larga lista de amores perdidos, comenzando por «los dulces labios» de Jean Arthur y terminando por la mirada melancólica de Claudette Colbert. También hallará una buena colección de las escenas mas ocultas de la historia de nuestro cine, y numerosos secretos con las grandes figuras de Hollywood, con Orson Welles (y sus calzoncillos) como plato fuerte. Y todo servido con una inteligencia y un sarcasmo de proporciones sibilinas. 

Llega la hora de hacer la maleta y volver a casa. Regreso con un volcán de trabajo bajo el brazo, pero con una nueva joya literaria para mi biblioteca. Jaime de Armiñán no solo me ha mostrado su cine, el de la flor, también ha cubierto de voces estas largas horas de silencio.

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