El retrovisor

El chachachá del tren

Estación Murcia del Carmen, llegada de peregrinos procedentes de Lourdes, siendo recibidos por el Alcalde de Murcia, Miguel Caballero (hacia 1969). Archivo TLM (foto coloreada)

Estación Murcia del Carmen, llegada de peregrinos procedentes de Lourdes, siendo recibidos por el Alcalde de Murcia, Miguel Caballero (hacia 1969). Archivo TLM (foto coloreada)

Miguel López-Guzmán

Se habla y se seguirá hablando de forma inusitada acerca de los trenes, de sus vías; de destinos, de estaciones, de alta velocidad. Se habla tanto como en los tiempos de Isabel II, cuando la reina hizo el viaje inaugural del ferrocarril Cartagena-Murcia en tan solo seis horas y en definitiva, cuando las cosas han cambiado poco desde aquellos tiempos de levita y pololos.

El tren gusta, ha gustado siempre, y habré de decir que, particularmente, me gustaban más los de antes que los de ahora. En esta imagen, que muy bien hubiera podido ser un fotograma de cualquier película de Berlanga, el tren, al margen de acercarnos en la distancia, rezuma vida. Se trata de la llegada de los peregrinos de la Hospitalidad de Lourdes a la estación de Murcia del Carmen. El señor alcalde don Miguel Caballero acudió junto con la banda de música a recibir a enfermos y voluntarios en su místico y sanador periplo. Un tren maravilloso soltando vapor y silbidos, anunciando su llegada a los cuatro vientos mientras sonaban las notas de La Parranda y el maravilloso himno de la Hospitalidad. Son los finales de los sesenta, o puede que los inicios de los setenta, da igual; vagones y máquinas seguían siendo muy similares a los de esos años. Cualquier político de hoy empeñaría su alma por ser recibido así. El tren nos devuelve en el tiempo a aquellas estaciones envueltas por veladuras de vapor, con trasiego de señores con blusón y gorra de plato azul, portando maletas en obsoletas carretillas, jefes de estación con entorchado uniforme y silbato, lugar donde se daban las despedidas románticas de los quintos camino del servicio militar, de mil amores, efímeros o no, que quedaron marcados en las profundidades de la memoria.

Fueron aquellos viajes a Madrid portando en el tren Taff el consabido pastel de carne para médicos y familiares, y cómo no, las pastillas de café con leche de Alonso que nos abrían puertas en la Villa y Corte. Aquel tren denominado ‘El Catalán’ para viajar a la Ciudad Condal que más bien parecía una hégira fuera de los mapas continentales sin evolución alguna en el tiempo. El chacachá del tren dio ritmo a nuestros viajes, igual que inspiró letras a viejas canciones: despedidas, amores y olvidos.

El apeadero de Murcia del Carmen siempre mantuvo sus aires provincianos: efluvios de orines, galeras y azahares, un cóctel que incitaba a viajar y a perderse por esos mundos de Dios, entre las delicias que suponían las galguerías de las que se daba cuenta en cada viaje y que solía compartirse con los compañeros de asiento: la tortilla de patatas, el chorizo, la mortadela y alguna mona para que el chiquillo no cayera en la desesperación.

Y al abrir la maleta en nuestro destino, en el hotel o en la pensión, quedar sorprendidos ante el paquete que la mimosa madre introdujo de forma discreta para evitar hambrunas insospechadas en aquellos lejanos días universitarios. Nada que ver con aquellos bocadillos de tortilla, igualmente a la francesa, que se degustaban en las cantinas de los trenes correo con más textura de una suela de zapato que de tortilla. Aún se siente y se ve la carbonilla en el perfumado pañuelo. Tiempos lejanos que con el transcurso de los años nos devuelven a la aventura del viajar, tiempos mucho más jóvenes y tal vez, por ello y por sencillos, mucho más felices.

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