La espiral de la libreta
Rafael Cadenas, el poeta de la vida corriente
Olga Merino
En el tren, leyendo al poeta Rafael Cadenas, recién premiado con el Cervantes y el primer escritor venezolano en recibir la máxima distinción de las letras hispanas. Confieso mi vergüenza: no lo había descubierto hasta la concesión del premio, aunque descubrir sería mucho decir; más bien, entreabrir los postigos de un poeta luminoso que no busca estilo sino honradez, volver a la raíz del idioma, a que «cada palabra lleve lo que dice». Puede que un AVE tempranero no sea el mejor lugar del mundo para entregarse a la poesía pero, a medida que los campos se desperezan al otro lado de la ventanilla, empiezan a aflorar versos brillantes de tan depurados: «Tengo ojos, / no puntos de vista». Otras dos estrofas potentes: «Tal vez solo para hacerte sitio / me tiene en pie la vida». Cadenas, el poeta que ama la vida corriente.
El martes, en el Palacio Real de Madrid, los reyes Felipe VI y Letizia ofrecieron un almuerzo en su honor, una comida que tradicionalmente reúne a ministros, editores, académicos de la lengua, escritores y otros representantes del mundo de la cultura. Al poeta se le veía fatigado, por los rigores de la edad, el trajín de los agasajos y el largo vuelo desde Caracas. Cansado pero sobriamente feliz. Tal vez algo turbado por la magnificencia del comedor de gala, las columnas de mármol, 15 lámparas de bronce y una mesa imperial con cabida para un centenar de comensales. A Cadenas lo sentaron a la derecha del Rey. Aunque de talante ensimismado -la poesía se escribe hacia dentro, supongo-, el poeta escuchó con suma atención las palabras del monarca previas al almuerzo. Los ojos muy abiertos, como un niño grande, como si no acabara de creérselo. Él, que sufrió exilio y cárcel, que militó en el Partido Comunista para desdecirse («yo, que he sido arruinado por tantas marchas y contramarchas»). La gloria al fin, a los 93 años.
«Brindis sin vino»
Se produjo una anécdota simpática. Cuando el Rey invitó a todos los asistentes a brindar «por nuestra lengua, por Rafael Cadenas y por la vigencia de los ideales de Cervantes», aún no habían servido el vino en las copas; tan solo agua. Hubo que esperar un minuto. Fue un fallo intrascendente del protocolo que el azar colocó sobre la mesa cargado de verdad simbólica: si no fuera porque la superstición desaconseja los brindis sin vino, lo suyo habría sido entrechocar las copas con el líquido cristalino, con la humildad del agua, para festejar a alguien que ha despojado su vida y la poesía de brillos inútiles hasta casi la desnudez del haiku. Un instante de felicidad para todos, presente puro.
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